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Hijos de Agustín Acosta

Por Miguel Ángel de León

 

A finales de este mes de marzo de 2017 se cumple el octavo aniversario de la muerte de Agustín Acosta Cruz, si no lleva mal las cuentas una redactora que trabajó con él y que me lo recordaba a mediados de febrero para que escribiera algo al respecto porque, según ella, “parece que Agustín no existió, y ya no se acuerdan de él ni las muchas personas que siguen viviendo de este oficio a quien él les dio su primera oportunidad laboral, con sus defectos y virtudes”.

 

Hago caso de la sugerencia de la compañera, aunque la forma que tenía Acosta Cruz de entender el periodismo debía andar por las antípodas de la forma en la que yo lo entendía ayer y lo sigo entendido hoy, y quizá por eso valoro por partida doble la santa paciencia que tuvo conmigo durante tantos años, como cuando se pasaba más de dos horas de radio diciendo negro y yo aprovechaba los minutos finales para meter un comentario afirmando blanco y más que blanco.

 

También hubo años de desencuentros, de no dirigirnos ni la palabra excepto para mandarnos recíprocamente al quinto infierno, al fondo todo recto y a la izquierda según se entra. Hasta que sufrió la peor puñalada de quienes menos se lo esperaba… y volvió a buscarme a San Bartolomé “para empezar de cero, Miguel Ángel, porque me han quitado todo lo que tenía la misma gente por la que me he pasado media vida batallando y haciendo muchas veces lo que no debía, metiéndome donde no me llamaban”.

 

Por no recordar episodios tan oscuros como los que sufrió en sus últimos años, cuando le hicieron pasar las de Caín tanto propios (sobre todo los propios, los más cercanos que le insultaban en negro sobre blanco en la misma publicación que él creó) como extraños, me ahorraré alargar esta necrológica del octavo aniversario de su muerte con la misma excusa que siempre le puse a él para redactar los obituarios. He contado alguna vez en alguna otra parte que me negué siempre a escribir necrológicas… pero redacté docenas de ellas para su empresa, y no precisamente por razones económicas, aunque las pagaba tan bien que a veces, cuando andabas muy falto de dinero, te hacía desear que se muriera o se muriese alguien (el Cielo me perdone).

 

Que Agustín llamara por teléfono a horas en las que sabía que uno andaba por el quinto sueño no solía presagiar nada bueno:

 

-Chacho, perdona por despertarte a tan temprana hora del mediodía, pero es que se ha muerto Fulanito. A ver si te escribes algo…

 

-Agustín, yo creía que en lo que habíamos quedado, después de lo de la muerte de Fulanita, cuando su familia se molestó porque no entendió el comentario jocoso que metí en el último párrafo para quitarle hierro a la irreparable pérdida, era que yo quedaba exento de escribir necrológicas ya para siempre.

 

-Sí, y te lo he respetado. Tú no vas a escribir más necrológicas… hasta que se muera alguien.

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