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En las mismas

Francisco Pomares

 

El nuestro es un país bastante surrealista: el PP ha ganado las elecciones, con 136 escaños (47 más que en las anteriores elecciones), y el PSOE las ha perdido, pero a todos los efectos, es como si las hubiera ganado, porque ya se considera un hecho que Pedro Sánchez reeditará un Gobierno en el que va a necesitar para su investidura contar con los votos o la abstención de todas las fuerzas de la izquierda nacionalista. Será esta la primera vez en la que el partido que gana las elecciones no gobierna en España, lo que –sin duda- provocará un mayor rechazo al sistema parlamentario –el único que sostiene la democracia- en un país ya sobradamente radicalizado y tensionado por posiciones extremistas.

 

Ayer noche, tertulianos, politólogos y analistas de izquierda y derecha se preguntaban (más felices unos que otros) que es lo que había pasado para que los sondeos no dieran ni una, como siempre. Probablemente lo que suele ocurrir, que es que aquí nadie confiesa abiertamente lo que va a votar, y además se hacen los sondeos un poco al tuntún. En vez de gastarse las millonadas que se han gastado en hacer pronósticos que hoy sabemos inservibles, lo más razonable habría sido hacer la cuentas de lo que ocurrió en las últimas elecciones regionales y municipales. Porque no se han producido grandes cambios en el voto: en relación con las pasadas elecciones, el PP ha ganado donde ganó, el PSOE ha resistido donde resistió, Sumar ha sumado algo menos de lo que doña Yolanda esperaba, y Vox ha mantenido casi intactos sus resultados en la mayoría de las circunscripciones donde la estupidez no les ha impedido presentarse.

 

Los votos de la debacle municipal y regional del PSOE hace un par de meses se ha repetido en todo el país bastante parecido. El PSOE ha rascado unos cuantos votos gracias a lo del voto útil, a la jugada de Sánchez de adelantar las elecciones y escenificar las contradicciones del acuerdo entre el PP y Vox. Pero el PSOE solo ha ganado estas elecciones en las cuatro provincias catalanas, en las dos extremeñas, en Navarra y Álava, pero sólo en Sevilla, y las extremeñas competían contra el PP, en las demás se enfrentaban un montón de siglas, y el PSOE fue la más votada de un montón. Pero a diferencia de lo que ocurre en unas elecciones regionales o municipales, donde hay que montar gobierno con aquello que se tiene a nano, y ahí el PSOE no pudo encontrar socios que le dieran la mayoría, en unas elecciones generales, el PSOE tiene más posibilidades, porque dispone de un catálogo mucho más amplio de partidos –algunos de ellos con pretensiones claramente anticonstitucionales, dedicados a la separación de Cataluña del país, o herederos de la agenda política de ETA, a los que Sánchez –con la inestimable ayuda de Pablo Iglesias- blanqueó con acuerdos parlamentarios en la legislatura recién concluida. Esa es la carta en la manga que permite a Sánchez jugar con ventaja y volver a presidir un gobierno con suficientes apoyos para superar los trámites parlamentarios, aunque haya perdido estas elecciones. Las posibilidades de la derecha española de recuperar efectivamente el poder en una sociedad tan polarizada como la nuestra se han reducido a la mínima desde que surgió Vox, que atrae a tres millones de antiguos electores del PP que –si Vox no existiera- respaldarían políticas de derechas, pero más moderadas.

 

El drama al que se enfrenta la sociedad española es que este formato de gobiernos radicalizados, con un fuerte peso de relatos y liturgias ideológicas, con dos partidos nacionales y con líderes de Estado que prefieren insultarse entre ellos y engañar a sus propios votantes en asuntos realmente importantes antes que ponerse de acuerdo en lo que debieran estarlo, quedó espontáneamente escenificado ayer con la llegada de Pedro Sánchez a la sede de Ferraz, mientras dos grupos de energúmenos se insultaban desde las dos aceras. Este país camina con paso decidido en dirección a una forma de hacer política en la que quienes piensan distinto sólo se relacionan a través del insulto, el bulo y la maledicencia.

 

Y un apunte, mención aparte, los resultados de Cataluña, que ayer hicieron posible lo que empezará hoy: Sánchez ha toreado y dividido al independentismo, ha destruido el prestigio de Esquerra entre sus votantes, fagocitando una parte y llevando a la abstención a otra, y gracias a eso ha logrado restaurar el socialismo en la Cataluña institucional, colocando al independentismo en una situación sin salida. Quizá sería éste –con el procés bloqueado y el independentismo noqueado, un buen momento para un pacto de Estado que permita aparcar un par de décadas ese inagotable contencioso. Si Sánchez lograra hacerlo, quizá lograra que la Historia olvide algunos de sus peores pecados. Mucho me temo que seguirá jugando a la corta.           

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