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Elegía

Francisco Pomares

 

Detesto escribir sobre la muerte. Supongo que hace falta disponer de un cuajo especial para plantar cara al misterio final y oscuro de la vida y hacer cuentas sobre lo vivido por esos otros con los que se ha compartido parte de la propia experiencia. Soy un periodista viejo, un hombre ya mayor, pero si siempre me aturde escribir sobre la pérdida de los demás no es por eso: sinceramente, me parece frívolo y presuntuoso tener que repasar en unas líneas casi siempre saturadas de elogios el paso de alguien por la vida.

 

Intentaré no hablar, pues, del currículo profesional de Guillermo, de su magisterio como periodista, su cultura musical, el desparpajo con el que se enfrentaba absolutamente a todas las dificultades o su entereza. No quiero perder mi tiempo y el de ustedes con fruslerías o agradecimientos. No tengo recursos para agradecerle a Guillermo que se cruzara en mi vida, ni probablemente para escribir con estilo estas líneas en verdad desoladas. Hace semanas que sabía que Guillermo estaba ya muy mal, y que esto llegaría más pronto que tarde. Otros se preparan para tal contingencia con espeleología de los recuerdos o quizá con documentación panegírica. Yo llevo un par de semanas preguntándome cuando sería y dejando que me devore la certeza de no estar a la altura de recordarle públicamente.

 

Creo que le mandé al carajo sólo una vez, el día –hace ya algunos años, ya jubilado él, yo alejado del periódico- que en un encuentro pactado en el bar del Iberia, me dijo que yo escribiría su elegía. Nos reímos los dos de buena gana: aparte del absurdo de más de un año sin vernos, todo parecía entonces en su sitio, y la muerte absolutamente lejana. Siempre coqueto, había por fin renunciado a teñirse el pelo, y le celebré la pinta refinada y aristocrática de sus canas de platino. “Me hago viejo, hay que asumirlo”, dijo. Pero no era una cuestión de años: comenzaba a sentir ese cansancio de incierto origen que señala el inicio de la resignación. Los últimos años habían sido duros: la crisis del periodismo escrito, la caída de las ventas, la tormenta perfecta de internet y la pérdida de nivel e independencia. Un tipo distinto se habría jubilado muchísimo antes, pero Javier no quería prescindir de él, y él no quería prescindir de la libertad tras el umbral de la puerta de su despacho y de una vida entera sostenido en el equilibrio a veces imposible de sus lealtades y querencias: su jefe y patrón, por el que sentía la misma admiración crítica que un padre puede sentir por su hijo, y la lealtad a un oficio que le encumbró y le hizo tan grande, pero le mantuvo siempre aferrado a sus muebles más preciados. La reserva, el descreimiento, un escepticismo militante no exento de alegría: la alegría moderada y agradecida que -sólo a veces- recompensa a quienes logran sobreponerse a la tragedia.

 

Siempre se dejó dominar por el instinto de la verdad, y casi siempre desprecio a los tristes, a los incapaces de sentir placer con la belleza del mundo, a los fatuos y rencorosos, a los cobardes, los resentidos, y también a los locos que no saben que lo son. Su tiempo en la segunda planta fue un relámpago de libertad y de osadía, como una Atenas de Pericles en nuestro periodismo de convento, pero también un remanso de paz, decencia y aciertos, la oportunidad y el deseo de crear y sostener una escuela de los mejores. Amparó a todos los suyos, desde una humildad completamente innecesaria: nunca le importó una higa sentirse inferior en cualquier cosa frente a nadie, porque su íntima seguridad de cosaco era fruto de un afecto obsesivo por la profesión y la precisa comprensión de sus límites. Quiso lo que hacía, y también a la ciudad que le hospedó durante más de media vida, y fue beligerante y cortés en su defensa. Ganó batallas, y perdió otras muchas, como cualquiera que se precie. Y en los últimos años, recogió sus bártulos con infinita elegancia, sin llamar la atención y eligió ocultar su irreversible debilidad en el reencuentro de su familia. Debió sentir el vértigo de no haberla disfrutado lo suficiente, ese dolor íntimo e imperecedero que acompaña al final a quienes tienen eso que los lerdos califican de una vida exitosa.

 

Fue Guillermo el mejor hombre que a mí se me ha dado conocer -y no creo ser injusto con otros muchos también buenos-, y lo fue en el mejor tiempo de él y mío. Era un ser extraordinario en un tiempo extraordinario, coleccionista privilegiado de amigos del alma y enemigos feroces, vitalista, mundano, educado, culto sin alharacas intelectuales, y un conversador incansable, capaz de escuchar y de tener siempre a punto -cuando él quería- la última palabra. Aprendí todo lo que sé de este oficio con él y parte de lo que sé del gozo de estar vivo. Le quise muchísimo. Llevo años añorándole.           

 

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