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El Diálogo de Joly

Francisco Pomares

 

Hay días que uno no está para muchas milongas y ayer fue uno de ellos: terminé de leer Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly, un libro tan extraordinario como inquietante. Lo había leído de joven, y lo perdí en el incendio de mi casa, hace ya casi veinte años. Hace unas semanas volví a tropezarme con él en una librería de viejo, y acabó en la mesilla de noche, entre un montón de libros que esperan turno, hasta que el sábado por la mañana se me ocurrió echarle una ojeada rápida que me atrapó inmediatamente, sospecho que por el recuerdo del impacto que me causó hace cuarenta años, cuando lo leí por primera vez. Dicen que el último recurso de un columnista es hablar de los libros que lee o de los programas de la tele, y probablemente sea cierto. Pero he decido vencer el prurito y hablarles del Diálogo de Joly, de su lectura prohibida y -por tanto- muy recomendable, de cómo fue un texto censurado en Francia durante décadas, y sucesivamente secuestrado por las policías de media Europa cada vez que algún editor admirador de la obra lo volvía a publicar.

 

Además, Joly responde casi milimétricamente a la descripción de autor maldito. No sé si el Bompiani contempla alguna definición precisa del malditismo literario, pero si existe, el autor del Diálogo, abogado ante los tribunales de París, ilustraría sin duda esa definición. Joly era el típico rebelde ególatra y belicoso: en su autobiografía, también recomendable, relata cómo que se fugó de hasta cinco colegios en su juventud. Era un hombre rebelde, contestatario y brillante, que puso toda su pasión y su energía al servicio de la causa de la libertad en la Francia de Luis Napoleón, presidente elegido por votación popular -el primero en la historia del planeta- y luego -tras un autogolpe de Estado- convertido en emperador con el nombre de Napoleón III. Pero Joly fue además opositor bajo todos los regímenes, y cultivó decididamente todas las enemistades y antipatías del siglo.

 

Su pluma mordaz eligió sucesivamente como blanco a Luis Napoleón, a Víctor Hugo, a Gambetta, o a su antiguo protector Jules Grévy, en quienes –para su desesperación-  apenas hizo mella. Publicó en Bruselas su libro más importante, sin firmarlo. Sabía perfectamente a lo que se exponía. Al final la única víctima de sus diatribas fue él mismo. Pobre, enfermo y acabado, el 17 de julio de 1887 se pegó un tiro de revólver en la cabeza. Un personaje para admirar desde lejos, Joly…

 

Pero si ni el libro original -el Diálogo– ni la vida fascinante y maldita de este abogado con vocación libelista fueran suficiente para incorporar su obra a la categoría de lectura obligada, es que -además-, el de Joly es el libro más plagiado de la historia de la literatura. Sobre la base de las imaginarias reflexiones de Maquiavelo recogidas en el libro, se construyó una de las mayores mistificaciones literarias de la historia, ese texto apócrifo, falsario y radicalmente antisionista que aún colea por ahí en ediciones de saldo de editoriales fascistoides, y que recibe el nombre de Los protocolos de los Sabios de Sión. Un documento propagandístico, elaborado por la policía zarista a mediados del siglo XIX, un libro que el propio Adolfo Hitler revisaría para avalar con sus falsedades el discurso racista de Mein Kampf. Un monumento al odio y a la mentira que los nazis convertirían en parte esencial del discurso que llevó a la solución final, al exterminio sistemático de seis millones de judíos europeos.

 

Ocurre pocas veces que la historia de un libro sea tan fascinante como el propio libro o lo que cuenta. Y lo que cuenta Joly es sin duda fascinante y profético: su Maquiavelo, que pena los pecados cometidos en el infierno, se revela como un excepcional teórico político que supera al Príncipe original, para exponer y desarrollar la idea de un despotismo moderno, no comprendido en ninguna de las categorías en las que la historia del siglo XX ha distribuido los regímenes posibles, y menos aún en las categorías de Montesquieu. Lo que propone el Maquiavelo de Joly es injertar un poder autoritario en las sociedades acomodadas a las instituciones liberales. Se trata de definir un modelo político que difiera de la verdadera democracia, pero que no se pueda asimilar automáticamente a la dictadura autoritaria. Joly nos presenta el intercambio de rol entre izquierdas y derechas entregadas al liberticidio por sostenerse en el poder, la ausencia de verdadera política y el desarrollo creciente del relato como forma amable de conducir los pueblos al sometimiento.  Joly fue un precursor: ciento cincuenta años antes de que llegara a producirse, intuyó la deriva autoritaria de los regímenes democráticos actuales.

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