Como domar las cifras de la muerte
Francisco Pomares
La inmigración irregular se saldó el año pasado con cerca de 1.800 víctimas mortales, cinco diarias, según la ONG Caminando Fronteras. En los últimos cinco años, la llamada ruta atlántica, que es la que conecta África con Canarias, habría sumado cerca de 8.000 personas muertas, casi cuatro mil de ellas en el peor año que se recuerda, el de 2021. Es difícil saber si los terribles datos de muertes que se manejan son exactos, porque más del 90 por ciento de las personas que mueren intentando dar el salto desaparecen para siempre en el mar. Algunos cadáveres son rescatados en las costas de África o en las de Canarias, o recogidos por los servicios de salvamento cuando ya es demasiado tarde.
Lo que sí parece obvio es que la ruta Atlántica –la nuestra- es la más mortífera de las que se usan por los africanos para acceder desde el continente a Europa, la más larga y difícil, transitada además por embarcaciones inadecuadas –pateras, cayucos, balsas neumáticas- que llegan por goteo o en avalanchas, en función del estado de las relaciones política entre España y el reino alauita. Desde que Pedro Sánchez decidió supeditar a las exigencias marroquís la política española sobre su antigua colonia del Sahara, son menos las personas que intentan lanzarse al mar en las costas del reino para llegar a las islas. El presidente Torres ha dicho en alguna ocasión que la llegada de inmigrantes a Canarias en los últimos meses se ha reducido drásticamente gracias a las ahora buenas relaciones entre Madrid y Rabat. Avergüenza un poco una declaración del presidente del Gobierno que admite sin disimulo la existencia de un chantaje admitido por España para evitar que Marruecos permita la salida de más inmigrantes con destino a las islas. Y además está por ver si eso continuará siendo así. A veces, acontecimientos que ocurren lejos de nosotros, y sobre los que no tenemos control alguno, pueden influir más de lo que influyen decisiones más cercanas.
La intervención de la jefa del Gobierno italiano, la ultraderechista Giorgia Meloni, ordenando lo que ha dado en llamar ‘estado de emergencia migratorio’ (en realidad un cierre de fronteras a la emigración africana durante los próximos seis meses) puede cambiar completamente la ilusoria tranquilidad de la que el presidente Torres ha disfrutado estos meses. Meloni, que había mantenido una posición moderada en relación con la emigración durante los primeros meses de su mandato, decidió cambiar de tercio y decretar la emergencia tras el desembarco en las costas italianas –hace dos semanas y en sólo tres días- de más de tres mil africanos. La decisión de cerrar todas las puertas a la acogida e incluso el auxilio de migrantes en alta mar, adoptada la semana pasada, no puede relacionarse directamente con el repunte de la presión migratoria sobre las islas, fruto más probable de la conclusión del Ramadán y el inicio del buen tiempo.
Pero la llegada de una docena de embarcaciones y más de seiscientas personas en menos de una semana, nos ponen sobre aviso de lo que probablemente ocurrirá en próximas fechas, cuando el tráfico de personas a través del desierto cambie la ruta del norte –hacia el Mediterráneo y a Italia- por la ruta del oeste –hacia el Atlántico y Canarias-.
Es imposible parar la emigración irregular, la única fórmula para detener el tráfico de personas que buscan una vida mejor en Europa es regularizarlo. Europa, de hecho, necesita de millones de trabajadores africanos –entre cincuenta y ochenta millones sería un cálculo aproximado- de aquí a finales de este siglo, si quiere mantener su actual población, evitar la decadencia y el colapso económico y sostener los sistemas de pensiones de una sociedad cada día más envejecida. Eso representa asumir un flujo cercano al millón de trabajadores por año, que –en el estado actual de quiebra de la confianza entre el Este y el Oeste de Europa por la guerra de Ucrania- difícilmente podrán llegar desde un sitio diferente a África. Aceptarlo, replantear el sistema de visados expedidos por los consulados, no sólo ahorraría el sufrimiento y la muerte inaceptable de decenas de miles de personas, también permitiría una distribución equilibrada de quienes lleguen y una integración menos traumática en las sociedades europeas.
Pero esperar una reflexión sobre eso es inútil: mejor entretenernos señalando a la ultraderecha, a Marruecos o al sursum corda como culpables de lo que es en realidad inevitable