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Balance de un fracaso

 

Por Francisco Pomares

 

  • Lancelot Digital
  • Cedida
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    Llegados a este punto, con un país dividido en dos facciones irreconciliables, un Gobierno que no logra aprobar leyes y presupuestos y es por tanto incapaz de gobernar, un presidente acosado por los problemas con la justicia de sus familiares, y una nación permanentemente chantajeada por el independentista Puigdemont, cabría hacer balance de lo que nos ha llevados hasta aquí.

     

    Primero, la construcción por Sánchez -no de forma accidental, sino consciente y sistemática- de un muro que separe las dos Españas, nuevamente enfrentadas como jamás lo han estado desde los años previos al 36. La demolición de la Transición, y la reescritura de la historia reciente nos aleja de un tiempo unánimemente aplaudido fuera de España, por haber enterrado el mal español –el odio- y evitado el enfrentamiento civil tras la muerte del dictador. Desde que se hizo con el control del PSOE, Sánchez ha cavado una trinchera infranqueable entre dos bloques irreconciliables: la España de la fachosfera, en la que se sitúa a las fuerzas retrógradas del PP y los franquistas de Vox, reaccionaria e insensible, y frente a ella, la España progresista, garante de los avances laborales, las coberturas y ayudas, el escudo social, el feminismo, la transición ecológica y la solidaridad entre gentes y regiones. Un constructo irreal que sostiene –es un decir- a un Gobierno que precisa del apoyo de una veintena de fuerzas políticas con intereses contradictorios. Desde el leninismo 3.0 de los restos del muy capitidisminuído Podemos, a la izquierda fashionaria de Yolanda Díaz, pasando por el diletantismo de los purgados en su día por Iglesias. Más los partidos que pretenden liquidar y fraccionar el Estado –ERC, el PNV, Bildu- o un grupo –Junts- cuya ideología independentista raya en el supremacismo racista y antiespañol. Una juerga de progresismo y valores identitarios, que se presenta como la única opción de impedir que la extrema derecha franquista nos gobierne y acabe con la democracia. Sánchez ha desenterrado las dos Españas sepultadas por la Transición (y de paso a Franco), asignado a su parte del país –la ‘progresista’- la obligación moral de salvar a España de sí misma.

     

    Para sostenerse en el poder, Sánchez ha desarmado la democracia en su propio partido, implantando un sistema populista y clientelar en el que nadie disiente de su liderazgo, porque todas las decisiones –todas, las del partido y las del Gobierno- las adopta sin consultar con nadie, y en el que quien se opone pierde todos sus derechos y posibilidades. Domesticar un partido como el PSOE no era tarea fácil, pero los sistemas de elección directa de todos los cargos por Sánchez, la desaparición de las corrientes, la muerte del debate interno, y la disposición de los recursos del poder, le han permitido liquidar los equilibrios y contrapesos que definen las sociedades democráticas: empezó por poner en manos de fieles todas las empresas y sociedades públicas, sin preocuparle la cualificación de los nombrados. Pero eso no era suficiente. La pandemia le permitió suspender la actividad del Parlamento –una decisión declarada inconstitucional- y gobernar imponiendo sus decisiones sin dar explicación ni a los suyos ni al país –el cambio en la política tradicional de España con el Sahara es un buen ejemplo- y a golpe de decreto, una costumbre que mantiene, igual que la de las enmiendas camufladas en leyes que nada tienen que ver.

     

    Con eso y el apoyo de partidos disolventes o con nulo pedigrí democrático, como EH Bildu, sostiene su gobierno. Para ser Presidente con el apoyo de los secesionistas, nos engañó tres veces: primero el indulto, luego el Código Penal y por último la amnistía. Forzar la Constitución provocó el rechazo de los jueces, a los que ahora –cuando tiene que hacer frente a acusaciones de corrupción familiar-, amenaza reducir o controlar. Domado el Constitucional por la vía de colocar ex ministros, y convertido el Fiscal General en abogado defensor de su mujer y hermano, se ha lanzado a cuestionar el sistema judicial español como jamás un presidente se atrevió a hacerlo. Tirando de teorías sobre lawfare y fango intenta amedrentar a jueces y comprar a periodistas. Sánchez nos ha instalado en una carrera hacia la catástrofe, que el país contempla atónito, mientras la política se enzarza en broncas y peleas.

     

    En democracia, lo razonable suele ser la alternancia, un sistema que corrige los excesos y corrupciones que acompañan la continuidad en el tiempo de cualquier poder. Sánchez asegura desde todos los púlpitos de los que dispone –y no son pocos-, que el país se hundirá si él deja el Gobierno, porque la opción es la pura maldad, la insolidaridad y el abuso. No le ha ido demasiado bien con el discurso, que ha reducido el apoyo a su partido –el Nuevo PSOE, el Partido Sanchista– en cada nueva confrontación electoral. Jamás el PSOE fue tan débil en su representación regional, en su peso municipal. Jamás la nación estuvo tan dividida y crispada. Y jamás un político incapaz de gobernar controló tanto poder.

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