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Y al tercer gol resucitó de entre los muertos

 

Por Guillermo Uruñuela

 

  • Guillermo Uruñuela
  • Cedida
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    No existía otro final. Estaba reservado y escrito hace mucho tiempo. Mbappé intentó desafiar a los dioses y al destino pero era una lucha imposible. La rúbrica perfecta para una carrera única llegó con los alicientes suficientes como para convertirse en historia de la pelota.

     

    El Mundial de Qatar aterrizó en una época atípica bajo severas críticas y tuvo que ser el máximo exponente del fútbol moderno el que le otorgara prestigio. El país árabe no cuenta con cultura futbolística por eso también no había duda de que el fútbol canchero, originado en las calles de Rosario con partidos clandestinos bajo la luz de farolas, sería el que se impondría en los exuberantes estadios qataríes.

     

    Han sido años, muchos, los que un menudo argentino, parco en palabras, fue capaz convertir el fútbol en arte. Un registro que, en contra de lo que se piensa, no se administraba en dosis pequeñas sino que era constante. Semana a semana, los rivales se rendían a la evidencia y los aficionados al balón no entendían nada. Cómo era posible que algo tan extraordinario durara tanto. No había explicación terrenal.

     

    Messi subió a los cielos para hacer mejor el mundo. Así, tal y como suena. Porque no ha sido un gran futbolista. Se convirtió gol a gol, gambeta a gambeta en inspiración, en economía, en ejemplo, en ídolo de masas, en una especie de proyección futbolística de un Dios terrenal.

     

    Muchos demandaban esta estatua dorada. En verdad no cambia nada porque el legado de Messi no puede depender de un simple y mortal pie de ‘Dibu’ Martínez. Es algo ilógico. Pese a su condición divina, el “10” no cuenta con la virtud de la inmortalidad así que lo peor de la hazaña de hoy es que cada vez se aproxima más el pitido final para Messi. Pero por el momento, Leo, ya puedes descansar en paz.

     

     

     

     

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