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Una naranja recorriendo Haría

Andrea Bernal

 

 

Una mañana de enero, entre gravilla negra, alejada de su jardín habitual, cae una naranja en Haría.

Se precipita por las escaleras de una bella casa colonial. No es una precipitación común ni fortuita.

Decide realizar un viaje, un trayecto; lo que dadas sus dimensiones y a pesar de su forma circular, frente a todo tráfico y turistas de un sábado, supone gran esfuerzo.

Pasa la mañana en Casa de César Manrique. Llama a la puerta del escultor hasta tres veces y finalmente, con un estornino como testigo, decide colarse sin entrada.

 

Cuando la esbelta vigilante se asoma, ella se esconde camuflada en un frutero picassiano del salón.

Continúa su camino en Haría.

Decide ir a tomar un café a la asociación cultural de los señores Leopardo.

Los camareros no dejan de asombrarse al verla pedir un café. Uno de ellos dice con sorna: “¿No sería más lógico un zumo de naranja?”.

 

Como subir a una guagua llamaría mucho la atención y es fruto discreto, sigue su camino rodando por Haría entre ramitas de palmeras y araucarias. No añora su jardín común con otras naranjas. Es un ser independiente que se mueve entre turistas con un aire diplomático y un halo especial que hace que nadie la recoja. Es apetecible y al tiempo independiente.

 

Finalmente se adormece en la madera horizontal de un caballete en un estudio de pintura. Se observa a sí misma en bodegón. Suceso mágico y fusión veloz. Ha cambiado de dimensiones para siempre.  ¡Mágico fenómeno artístico que funde realidad y ficción!

 

Mas su naranja luminoso sigue vagando por las calles. Si ustedes van a Haría, recuerden este fruto. Fruto que hemos sido todos. Un fruto y una transformación.

 

 

 

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