"Tras sus pasos”
José Isidro López Fumero
El momento me impactó, fue impresionante, quedó grabado en mi mente, el dolor fue para siempre, sé que siempre es mucho tiempo pero, a día de hoy, el dolor, de alguna forma, sigue presente.
Yo trabajaba en la isla, en un magnífico hotel, llevaba ya algún tiempo, el trabajo me absorbía pero había llegado el momento de entender, de comprender, la isla de Lanzarote un poco mejor.
Me gusta mi tierra, me encanta, me fascina conocerla, disfrutar cada vez que puedo, de su belleza impresionante, de sus playas, de sus paisajes, de su grandeza descomunal.
Era viernes, me tomé el día libre, arranqué temprano, intentaría seguir sus pasos, los pasos del artista. Como decía mi padre, vamos a explorar. Salí de playa blanca, pasé por Yaiza, rodé hasta Uga, pero antes pasé por la tierra de fuego devoradora de aldeas, por esa arena menuda. Nunca dejé de admirar los preciosos paisajes colonizados de aquellos grandes volcanes. La mano del maestro se notaba allí, se sentía su presencia, se palpaba en medio de aquellas lavas.
Mi coche era nuevo, recién estrenado, iba solo, con la música puesta, feliz. Rodaba despacio, quería sentir la aridez de la Geria, sentir la fuerza de los alisios. Atravesé sus plantaciones de viñedos, sus hileras, sus colores verdes, sus ocres, sus negros determinantes, sus bodegas, por supuesto, aquí me paré.
Me sentí obligado a probar el vino, tenía que conducir, fui moderado, la verdad, lo acompañé con un poco de queso, aceitunas y pan.
Ya puesto otra vez en ruta, llegué a la villa de Teguise, a la antigua y dolorida capital. El homenaje al campesino, la impresionante belleza de aquel monumento había quedado atrás. Estuve paseando, disfrutando un rato de sus calles empedradas; en aquel histórico casco me sentí mimetizado, me encantaba aquel conjunto de casas blancas, me sumergía en su pasado señorial, disfrutaba de aquel mágico momento de esplendor.
Tenía que seguir, subir por los valles, bajar hasta Haría, visitar la casa museo, palpar el olor, el amor que él maestro sentía por su tierra, disfrutar del jardín embrujado de las mil palmeras, rememorar los cuentos de Aladino, la obra de Cesar estaba impresa por cualquier sitio donde mirara.
Atravesé el mal país, reinterpreté como pude su enorme riqueza, su estado puro, su valiosa mezcla de belleza y arte, me sentí atraído por una simbiosis profunda, cercana, espectacular.
Me acerqué fascinado a los abismos, me camuflé en el entorno del mirador.
Me dio tiempo a dibujar con mi mirada lo que el artista sentía, los acantilados vigorosos que caían en silencio sobre Famara, los islotes del archipiélago chinijo, la pequeña isla de la Graciosa, el pasar del río, la luz, la naturaleza.
Hice un alto en los Jameos, en la cueva de los verdes, admiré los lagos, las plantas, los matices cromáticos, las paredes ardientes, los tubos de lava, me quedé vivamente impresionado. Las bocas volcánicas me fascinaron. La belleza singular de las obras del poeta la sentía derramada, esparcida por doquier alcanzaba mi mirada.
Paré en la playa de Arrieta, me quité las cholas, me puse el bañador, disfruté del mar, me acerqué al chiringo, me mandé una birra, unas gambas al ajillo y, con el estómago engañado, me dispuse a regresar.
Miré el reloj, las dos menos veinte aun, volvería de regreso a Playa blanca, comería más tarde tranquilo en casa.
Al pasar por Tahiche sentí que me faltaba algo, claro, pensé, la fundación, la casa del maestro, tengo que entender su concepto visionario, sus ideas personales, el matiz de sus jardines circundantes, su profunda relación de respeto permanente, los contrastes fascinantes de la casa del volcán.
Pretendía recrear su perfecta imperfección, su arquitectura singular, su estructura, sus cuevas de lava, sentir su homenaje, su respeto por la naturaleza, por la vida en sí, pero en un maldito segundo todo se derrumbó; el insigne visionario prácticamente moría delante de mí; fue un choque mortal; el arquitecto, poeta, maestro, ingeniero de las letras, perdía su vida en la carretera. Conmocionado miré el reloj, no lo podía creer, eran las dos y diez, mes de septiembre, día veinticinco de mil novecientos noventa y dos.
Premiado con un accésit en la I edición del certamen de relatos cortos “Palabra de Lanzarote”.
Escuche aquí el audio del relato.