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Romualdo, señor de Arrecife

 Andrea Bernal

 

 

 Existe en la avenida Manolo Millares de Arrecife un alto caballero gris, de tres ojos verticales, caído de hombros, algo destartalado y rodeado de asfalto y hormigón.

 

 

Su oficio como regulador de tráfico ha sido impedido los últimos cinco años.

 

Romualdo se asoma desde entonces a un panorama incierto. Junto a él se sitúan interminables obras. Su mirada brumosa de tres lentes observa cada mañana apisonadoras, hormigoneras, barro, obreros de mal humor.

 

No entiende a los humanos.

 

Cuando John Peak Knight le llamó para comunicarle su nombre, Romualdo pensó que había elegido el nombre más feo del mundo. Después se acostumbró. Vivía en España, vivía en una isla, vivía en Lanzarote. Era afortunado.

 

 

Junto a él vivían muchos más compañeros en la avenida. Tenía la suerte de compartir acera. Otros habían sido designados a calles estrechas y asoladas; pero él podía compartir sus sensaciones. Solo añoraba la presencia de algún árbol cercano, en especial de los Framboyán, porque le habían dicho que eran los árboles más simpáticos y por lo visto se despertaban de muy buen humor.

 

Es cierto que las vistas no eran las más bellas y desde allí no podía contemplar el mar, pero si hacía un esfuerzo podía olerlo y sentirlo. Desde la perpendicular Idelfonso Valls de la Torre, podía hablar con Ricard, su mejor amigo, aunque debido a su lejanía y el ruido de motores a veces no conseguían escucharse bien y decidían jugar a hablar con los colores de sus lentes. Siempre bromeaban con lanzar destellos simultáneos de rojos, naranjas y verdes, pero temían provocar un accidente.

 

Cuando las eternas obras no impregnaban la avenida, Romualdo disfrutaba de su trabajo. Le encantaban los días de invierno, donde el trajín de la gente era continuo: Oficinas, trabajos, colegios, academias, señoras que van a comprar el pan, amigas de brazo en brazo, padres que riñen a los niños a la salida del colegio. Conversaciones cotidianas de un hermoso paso de cebra – el de la señora Trais, que ahora estaba también descolorida – mientras los viandantes se preparaban para cruzar.

 

Todo parecía una hermosa coreografía urbana. Todo fluía y se dejaba ser.

 

Romualdo no quería ser aguafiestas, pero no parecía que hubiese una vuelta a su función. Pensaba en Jenofonte, pensaba en la utilidad y la belleza, pensaba en sus compañeros. No entendía la destrucción humana para la nueva construcción. ¿Era sinónimo el desarrollo y las mejoras urbanísticas de su enajenación y el impedimento de su labor?

 

 

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