Oficio de la sutilidad
Andrea Bernal
“Mi oficio es escribir, y yo lo conozco bien…”, comenzaba diciendo Natalia Ginzburg en su “Léxico familiar”.
Pero la poesía es otra cosa. Tal vez cosa no es. No puede ser ni objeto ni sujeto. Forma parte de un lenguaje distinto, así como la música. Nada importa que sea rima o verso libre, a la poesía siempre le acompañará un tono, una melodía interior, muda en ocasiones.
Mi oficio es el oficio de la sutilidad. Tan alejado a este siglo como la horquilla que cayó del cabello de L y yace entre la suciedad, entre los gatos callejeros, las basuras en masa, los ruidos de las hormigoneras. Mi oficio se parece al mar : puede ser tranquilo o amenazante, tierno o feroz, visto desde la superficie o desde el interior.
El mar es bello. Es bello en cuanto olvidamos sus manchas rojas, sus plásticos interiores, la fragilidad de los seres humanos que lo cruzan.
Adorno sostiene en “Mínima moralia” que “No hay nada que sea inofensivo” . Cierto. Nada inofensivo hoy. La sutilidad que acompaña a la poesía no es ajena a las manchas. Manchas vitales que tintan versos, porque no hay nada que sea dicho y escrito de verdad y no desprenda arena sobre los ojos.
La poesía ni es sutil del todo, ni inofensiva. Cuestión distinta es que sea el lenguaje de la sutilidad o quiera escaparse a veces de la barbarie o lo aparentemente grandioso y se adentre en lo delicado, o como “sub-tilis”, en su “delgadez”.
Mi oficio es el oficio de la sutilidad, pero es contundente, claro, afecta, tiembla, grita. La poesía no es la flor. Se trata de la flor pisada. Alguien la vio, no el poeta. La poesía es eso que otorgó las primeras palabras al poeta sobre la flor pisada.
El poeta, el medio. Trata de escribirlo. Cientos de folios tirados a la papelera, cientos de combinaciones, cientos de errores. La vida. Su acierto, su negación.