Casos del inspector Jack. II
Andrea Bernal
El inspector Jack se acercó de puntillas al cuerpo. Inclinó su cabeza, se quitó el sombrero en un acto reflejo de respeto hacia el cadáver.
Se trataba de una mujer de unos ochenta años con la cabeza girada hacia la izquierda, su rostro aparentaba sudoración, en su cuello amoratado se presentaban claramente signos de violencia.
La mujer sostenía en una de sus manos una horquilla del cabello.
Vestía un sedoso vestido largo y color beige que potenciaba su belleza y su cabello blanco recogido en un elegante moño.
Jack daba vueltas alrededor de su cuerpo: -Oh my Satan, oh my Lord! -May I call…?
La palabra police rondaba su cabeza al tiempo que pensaba en su estado de jubilación como detective y lamentaba el cruel suceso. Parecía claro que se trataba de un caso de asesinato.
Nadie entraba en la Iglesia del Sagrado Corazón de María. Famara parecía estar en absoluta calma. Era temprano aún, pero parecía uno de esos días donde las horas del reloj caminan tremendamente lentas y las nubes se presentan estáticas. El propio mar parecía yacer en suspenso.
Debía hacerlo, debía llamar a la policía. La batería de su teléfono estaba a punto de agotarse y la llamada sería clave.
Marcó el 092. -Police? I’ve found a corpse! Su inglés salía de modo espontáneo cuando se encontraba nervioso. Un “no le entiendo” respondía del otro lado del teléfono.
Mientras esperaba al protocolo: La llegada de la policía, la autorización del juez para el levantamiento del cadáver, la autopsia…-esas horas próximas que conocía bien debido a su experiencia-, su curiosidad le movía a seguir mirando el cuerpo y buscando detalles.
De pronto, junto a la pierna derecha de la mujer que se dejaba entrever entre la seda del vestido, vio una extraña inscripción con tinta roja sobre el suelo: “Caute”.
Realizó una fotografía con el 7% de batería de su teléfono. Pensó que ese “Caute” podría llegar a ser realmente significativo.
La sirena del coche de policía, las voces de los comisarios, hicieron despertar a Famara. La calma que hasta ahora había invadido el pueblo, fue interrumpida por el desasosiego, la rapidez, la impaciencia por ver a esa mujer.
Jack reconoció rápidamente al juez. En muchas ocasiones habían coincidido en La Cofradía.
El Señor Roqueford era conejero, aunque sus antepasados eran también ingleses. Era algo tartamudo pero eficiente, tranquilo, muy humano.
Junto a él un forense llamado Manuel, con unas gigantes gafas de sol y despeinado por el viento que empezaba a levantarse junto a la costa, y seis agentes de policía.
Alguien entró a los pocos segundos también, se trataba del párroco: El señor Gula, un pizpirete y amigable sacerdote que siempre estaba dispuesto a ayudar.