Una tierra de seísmos y volcanes
Dentro de muy pocos días, el próximo 19 de septiembre, se cumplirán tres años desde que entrara en erupción el volcán de Cumbre Vieja en La Palma. Una catástrofe inesperada que volvió a demostrar la fuerza de la naturaleza desatada, provocó daños importantes, desplazó a centenares de familias en las zonas afectadas y dejó pérdidas que -sin exageración alguna- se han calculado en torno a los 600 millones de euros.
Tres años han pasado desde aquel día que nos sorprendió con alguna imagen de la parsimonia palmera, pero es cierto que para los que no sufrieron directamente las consecuencias de la erupción, para quienes no tuvieron que abandonar sus casas a merced de la lava o renunciar a sus propiedades sepultadas por cenizas, para el resto de los canarios… parece que todo ocurrió hace mucho más tiempo del que realmente ha pasado. Es sorprendente la rapidez con la que olvidamos el desastre para volver a nuestro día a día, plagado de recurrentes ilusiones y miserias.
Sin embargo, el volcán nos recuerda a todos la endeblez de nuestra fortaleza frente a la capacidad de devastación de la naturaleza desbordada. Quienes presenciaron por primera vez el órdago de la tierra, y sintieron su rugido aterrador, no lo olvidaran jamás, pero también es cierto que aquellos que tuvieron una experiencia vicaria de la gran catástrofe de La Palma, a través de las redes y los medios o de la vivencia de familiares, amigos o conocidos palmeros, este asunto del volcán se percibe probablemente como un asunto ya pasado. Algo superado, a la espera de resolver algunos flecos, los tradicionales litigios entre Administracion y perjudicados, entre los Gobiernos que prometieron el oro y el moro y ni siquiera se retrataron avalando algún sistema para recuperar la perdida de patrimonios o expectativas.
Para la mayoría, el volcán de La Palma es ya solo un mal recuerdo. Casi nadie es consciente de que el peligro que supone vivir en unas islas volcánicas sigue ahí, absolutamente presente. Es esta una suerte de chocante inconsciencia, perfectamente asumida por la mayoría de los habitantes de las islas. Ocurre así a pesar de que en los últimos años se han vivido distintos episodios, como el del volcán submarino de El Hierro, cuya actividad casi se solapó a los destrozos causados por el Tajogaite de La Palma. En unas islas que guardan el recuerdo geológico de una docena larga de erupciones en tiempos históricos, la atención al fenómeno del vulcanismo no debiera ser cosa de broma. Una erupción como la que devastó cinco municipios de Lanzarote en 1730, de repetirse, provocaría pérdidas humanas y patrimoniales incalculables.
Por eso, Canarias debe establecer sistemas y programas de evacuación y de tratamiento de daños, e implicar a las administraciones de España y de Europa ante una contingencia de catástrofe devastadora.
Y luego están los terremotos: en los últimos días se han venido produciendo seísmos de cierta intensidad – hasta 3,8 grados-, primero con epicentro en Galdar, o el que se pudo sentir el jueves en zonas costeras de Gran Canaria, Tenerife y La Gomera, con epicentro en la zona submarina donde se encuentra el volcán de Enmedio, entre Tenerife y Gran Canaria. El de Galdar fue un sismo inusualmente fuerte, el mayor registrado en 60 años, aunque los expertos consideran que no representa peligro inminente.
Conviene, en cualquier caso, recordar que nuestras islas son accidentes volcánicos instalados sobre un sistema tectónico inestable, si esa inestabilidad se mide en términos de tiempo geológico.
El riesgo de enfrentarse a la erupción de volcanes y a sismos de cierta intensidad forma parte de nuestra vida, más que de la de otros compatriotas. Sin excesos ni alharacas, sin generar alarmas innecesarias ni alentar el miedo, debemos ser plenamente conscientes del lugar donde vivimos, y actuar siempre en consecuencia.