Una Navidad sin luces
Corre por las redes sociales una petición ciudadana: eliminar las luces navideñas de todas las ciudades y pueblos de España y destinar ese dinero ahorrado a los afectados de las últimas catástrofes sufridas en España: la dana de Valencia, en mayor medida dada su inmediatez, pero también para los damnificados por el volcán de La Palma y el terremoto de Lorca, cuyas ayudas aún no han llegado por completo. En nuestra isla vecina muchos palmeros siguen viviendo en barracones, pese a las promesas realizadas. Mucho nos tememos que en Valencia ocurrirá algo parecido. Invertir ese gasto en todos ellos, sería dinero bien empleado y no nos íbamos a morir por prescindir de una iluminación que, tiene como principal fin, invitar al consumo compulsivo.
Si muchas veces la gestión política no nos ha dejado por completo satisfechos, en esta última ocasión no se puede definir más que como catastrófica. La de todos, la del Gobierno de España y la del Gobierno valenciano. Caótica, tardía, torpe y nada acertada. Las fuerzas militares han acabado recibiendo la orden de ir, y han ido y estos días ya se ha notado la diferencia, pero antes, antes ha estado el pueblo. Y en eso, los españoles siempre sorprendemos porque por mucha caña que nos demos a nosotros mismos, cuando hay que estar, se está.
Decenas de ciudadanos convencionales armados con escobas, baldes y palas han acudido, como han podido, para echar una mano. Han sido ellos los que se han llenado de barro hasta las cejas, y no para salir ante las cámaras de televisión, sino para despejar las calles, apartar muebles destrozados y poner su pequeño granito de arena.
Han sido ellos los que han escuchado y secado las lágrimas, en primera instancia, de quienes lo han perdido todo, de quienes han perdido a sus padres, a sus hijos, a sus parejas, a sus amigos… Valencia se ha convertido de la noche a la mañana en una zona catastrófica, en un escenario de Guerra, en una película de esas que les gustan a los americanos en las que, antes o después, se acaba viendo la estatua de la libertad enterregada hasta la cabeza. Aquí no hay símbolos yankis bajo tierra, pero el horror ha sido el mismo. Coches amontonados, cristales rotos, casas destrozadas y una población con mucha ira y dolor, elementos que sumados conforman la tormenta perfecta.
Por si fuera poco el cabreo generalizado, nuestros representantes políticos han iniciado una batalla de gallos repartiendo culpas y politizando un drama humano.
Lo cierto es que nadie quiere escucharlos. A nadie le importa quién tiene más culpa, no es el momento. Ya se depurarán responsabilidades, lo que todo el mundo quería ver era como cogían una pala y una escoba y se unían a la labor de todos, a la reconstrucción. Todo lo demás nos sobra. Insisto, como las luces de Navidad de este año. Destinemos ese dinero a algo mejor.