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Prestidigitación fiscal

Francisco Pomares

 

La derecha cree que el mejor sistema para activar la economía es dejar el dinero en manos de los ciudadanos, por eso suele decir que está dispuesta a bajar los impuestos, aunque cuando llega al poder raramente cumple su palabra. Ronald Reagan, sin embargo, no era del mismo sindicato: se presentó a la Presidencia de los EEUU en los 80, prometiendo masivas rebajas fiscales. Aseguraba que los impuestos eran tan abusivos que disuadían de trabajar a la gente y que una rebaja sustancial de los tipos incentivaría al personal a currar, aumentando así la riqueza y la oferta de trabajo, y hasta los ingresos del tesoro público. Reagan era un devoto de la curva de Laffer, una arriesgada presentación de la Economía de la oferta, de su economista de cámara, Arthur Laffer, que asegura que la reducción de impuestos puede generar mayores ingresos fiscales. Las ideas de Laffer han sido duramente criticadas por el canadiense John Kenneth Galbraith y por otros neokeynesianos, aunque en economía –como en botica- hay remedios para todos los gustos… Entre 1980 a 1984 Reagan bajó los impuestos a saco, mejoró la economía y redujo sustancialmente el desempleo, pero también provocó un déficit público enorme, porque estaba muy entregado a su guerra de las galaxias y gastó lo que no estaba rescrito en defensa.

 

O sea: que no logró demostrar las profecías de Laffer, pero creó escuela en la derecha europea: el candidato Rajoy, por ejemplo, desbancó a Zapatero prometiendo en campaña electoral reducir los impuestos, pero al llegar el Gobierno se olvidó por completo de hacerlo. De hecho, subió la presión fiscal a los ciudadanos españoles para hacer frente a la crisis económica y enderezar el déficit. También es verdad que ni toda la derecha es igual, ni Rajoy era Reagan.

 

La izquierda siempre ha pensado de Laffer es un cantamañanas, aunque sus teorías han sido refrendadas a la inversa por políticas fiscales socialdemócratas, como las aplicadas en los países escandinavos. Aún así, en líneas generales, la izquierda ha rechazado tradicionalmente por principios las bajadas de impuestos. Cree que el Estado de Bienestar se sostiene sobre una presión fiscal creciente, y lo cierto es que suele aplicarse a subir impuestos con enjundioso entusiasmo. Los políticos de izquierda son partidarios de un mayor gasto público y una mayor fiscalidad. Román Rodríguez, uno de los defensores más recalcitrantes del asalto al bolsillo de los contribuyentes, hacía meses que venía jurando que en Canarias no se bajarían los impuestos, porque eso pondría en peligro ese bienestar que él percibe. En esas trece se ha mantenido nuestro médico excedente durante casi la entera legislatura, hasta que -hace ya unos meses- el cambio de rumbo operado por la izquierda regional española, tras las brutales rebajas fiscales de la dama Ayuso, le han hecho repensárselo. Ahora el pacto floral ha presentado unos presupuestos de 2023 cuya mayor novedad es proponer combatir la inflación con deducciones fiscales del IRPF a través de bonificaciones para las rentas bajas y medias. Una minúscula pero muy sintomática revisión de la doctrina previa, que provocará una merma de apenas cien milloncejos de nada en los ingresos del presupuesto, que este año ha crecido en mil millones, y que desde que gobierna el presidente Torres maneja un treinta por ciento más de recursos. No está mal, un aumento del 30 por ciento para los tiempos que corren… pero son dineros que no nos hemos ganado, y que pagarán nuestros hijos y nietos. Que al final es el verdadero problema, mientras la política sigue instalada en sus juegos y trampantojos, entre una derecha que promete bajar los impuestos y los sube, y una izquierda que dice que nunca los bajará y acaba haciéndolo (aunque sea poco).

 

Bajar impuestos o subirlos, contener el gasto público o expandirlo, son las armas de la política para acometer sus funciones. Todo indica que en épocas de expansión conviene subirlos, y en épocas de contracción bajarlos, pero la cuestión es acertar cuándo, cuánto y cómo debe hacerse. Y evitar que el déficit y la deuda lastren el futuro de las próximas generaciones. Un futuro que no nos pertenece.

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