Premiar la riqueza
Francisco Pomares
En la España de las autonomías, el café para todos siempre ha sido una receta amarga. Pero si aún había algo sobre lo que se mantenía un cierto consenso, era la idea de que el reparto de los recursos públicos debía basarse en criterios de equidad: dar más a quien más lo necesita. Así se funcionaba hasta ahora, aplicando los principios de una fiscalidad progresiva. Ahora el único principio que cuenta es el de seguir agarrado a la poltrona: el último episodio de esta creciente tendencia a usar el dinero público para argamasar gobiernos imposibles, lo protagoniza el impuesto a la banca, ése que pagamos vía comisiones entre todos los ciudadanos, pero que nació con vocación redistributiva y ha terminado atrapado en un reparto que premia la riqueza en lugar de equilibrarla.
García-Page, barón díscolo del PSOE manchego, ha decidido recurrir al Tribunal Constitucional el reparto de los dineros recaudados por el nuevo tributo, pactado por Sánchez con Junts. Lo hace avalado por un informe contundente de los servicios jurídicos del Gobierno de Castilla-La Mancha, que concluye que el criterio introducido a última hora para distribuir la recaudación -pactado con los indepes en una de las citas de Bruselas- es “atípico”, “anómalo” y, sobre todo, “inconstitucional”. Un mensaje claro dirigido a un Gobierno –el de Sánchez- atrapado en su voluntad de sostener una legislatura imposible.
El meollo de la cuestión está en la disposición adicional novena de la ley, que establece que los ingresos de este impuesto se repartirán entre las comunidades de régimen común en función del PIB de cada una. Traducido: cuanto más PIB tiene una región, más fondos recibe. Sí, es algo completamente absurdo: el PIB mide la capacidad de un territorio para generar riqueza, no sus necesidades, ni el esfuerzo que realiza su población para mantener los servicios públicos. Parece insensato que un Gobierno de izquierdas redistribuya impuestos favoreciendo a los ricos en vez de a los pobres, pero eso es exactamente lo que se ha decidido. Y también lo mismo que hay detrás de la condonación de la deuda a Cataluña. Y del pacto futuro por un concierto fiscal. Las regiones más dependientes del presupuesto público -entre ellas sin duda la nuestra- lo van a pasar bastante mal.
Lo cierto es que este parche de última hora es solo el síntoma de un problema muchísimo más complejo, el bloqueo crónico de la reforma del sistema de financiación autonómica. El actual modelo, aprobado en 2009 por el Gobierno Zapatero, lleva más de una década caducado. Todas las regiones coinciden en que el sistema hace aguas, pero el consenso sobre cómo evitarlo es inexistente. Las comunidades más ricas reclaman mayor autonomía fiscal y menos transferencias; las más pobres exigen garantizar los recursos para ofrecer servicios públicos básicos a sus ciudadanos en igualdad de condiciones. Mientras tanto, el Gobierno se niega a abrir formalmente ese melón, temeroso de que provoque una guerra de territorios que dinamite sus frágiles apoyos en el Congreso. El debate sobre la financiación autonómica sigue atascado. El Gobierno prometió abrirlo e iniciar el proceso de reforma integral, pero eso no va a ocurrir en esta legislatura: en lugar de afrontar la financiación, se adoptan medidas provisionales, negociadas bilateralmente y orientadas a satisfacer algún interés concreto, como en este caso el de los indepes catalanes. Y es en ese contexto en el que se mercadea con soluciones parciales que agravan la desigualdad.
El reparto del impuesto bancario según el PIB, en lugar de basarse en indicadores de población ajustada o de necesidad fiscal, no solucionan el problema de fondo y alimentan la sensación de agravio en territorios como Castilla-La Mancha, Extremadura o Canarias. La aplicación de un reparto basado en el PIB concentraría la mitad de los recursos derivados del impuesto en Madrid, Cataluña y Andalucía, afectando directamente al sistema de financiación autonómica, al introducir una distribución injusta, acordada de forma unilateral y no consensuada. No hay precedente comparable en ningún sistema fiscal nacional o internacional. En ningún otro lugar del mundo se distribuyen impuestos atendiendo a la mayor riqueza de quien lo recibe. No ocurre ni siquiera en Alemania o Canadá, dos de los modelos federales más avanzados.
El caso del impuesto a la banca no es solo una cuestión jurídica; es la prueba de que –en manos de un Gobierno débil- la política fiscal del Estado se ha convertido en un mercadeo de favores, en el que siempre gana el más fuerte.