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Necrofilias

Francisco Pomares

 

Tras la muerte del papa Formoso, ocurrida por causas naturales en el año 896, la multitud eligió obispo de Roma a un cura golfo que había sido excluido de la Iglesia por putañero y que sólo ocupó la silla de Pedro durante dos semanas. La nobleza romana, incapaz de controlar a este Papa disoluto -Bonifacio VI-, lo destituyó y nombró en su lugar a Esteban VI, un pontífice títere de la familia imperial Espoleto. Nada más ser coronado, Esteban VI organizó un solemne proceso contra Formoso, que es recordado con el nombre de ‘Sínodo horrendo’: se sacó el cadáver de Formoso de la tumba, se le vistió con ropas pontificales y se le sentó en el trono del concilio. Al cadáver se le proporcionó un abogado defensor -no se lució en su defensa- y el Papa Esteban, fiscal general de la causa contra el despojo de Formoso, le acusó de acceder al papado manteniendo el obispado de Porto. Resultó condenado por eso, y tras la condena, el cadáver fue expoliado de las vestiduras pontificias, se le arrancaron los tres dedos usados para bendecir y se le echó a patadas de la sala conciliar y del palacio papal. Una multitud previamente aleccionada recogió el cuerpo en la calle, lo arrastró por toda la ciudad, y lo arrojó al Tíber.

 

El uso de la necrofilia en política no responde, pues, a un instinto nuevo, no es algo descubierto anteayer por Pedro Sánchez. El uso de la muerte (y de los muertos) para el ejercicio del poder existe –al menos- desde la antigüedad clásica, y es una costumbre que llegó a los tiempos modernos y -en ellos- alcanzó su esplendor durante el soviet, con la presentación reverencial del cuerpo momificado de Lenin. La iglesia católica ha sentido también una recurrente fascinación por la exposición pública de cadáveres de una pieza, o de trozos más o menos incorruptos de cadáveres ilustres, con especial predilección por monjas y siervitas. Pero sin duda, de entre los ritos de enterramiento como manifestación del poder, los más conocidos son los egipcios, que colocaron a sus faraones bajo millones de toneladas de piedra, para que sus tumbas no fueran profanadas. Vano intento: fueron también los egipcios los primeros en practicar como oficio el desentierro de próceres, con intenciones vamos a llamarlas… comerciales. Nada que ver con la necrofilia política que paseó por el mundo el cadáver de Evita o se puso de moda hace pocos años en este país, convirtiendo el desenterramiento de Franco en el hecho por el que Sánchez espera pasar a la Historia.

 

 

El cadáver de Franco, arreglado para resistr tres días, y el de Lenin, momificado para aguantar la eternidad.

 

Es cierto que Franco actuó como un faraón haciéndose enterrar en uno de los mayores túmulos del planeta, colocando sobre su tumba –instalada bajo una bóveda pétrea excavada en una montaña, con una cruz monumental encima- una losa de mil quinientos kilos. Levantar esa losa y sacar los huesos que había debajo se convirtió en una obsesión política que acabó demostrando ser muy rentable: sirvió para crispar y dividir un país que había olvidado a Franco, y de pronto se vio discutiendo apasionadamente su desentierro. El debate público sobre el destino de los huesos del dictador polarizó la sociedad española, hizo cerrar filas a la izquierda, y dividió a la derecha, dando alas a Vox.

 

Algunos descreídos pensamos entonces que ese era el principal objetivo de la ‘Operación Cuelgamuros’, fraccionar políticamente a la derecha y engordar su división, alimentando a la ultraderecha. La misma estrategia que llevó a Mitterrand en Francia a dejar crecer el Frente Nacional de Le Pen, una jugada muy de izquierdas, que funciona mientras fracciona el voto de la derecha entre moderados y radicales, pero proporciona alpiste a los ultras, y puede llegar a provocar el sorpasso a la derecha democrática, como estuvo (y está) a punto de ocurrir en Francia.

 

Sacar de paseo el cadáver de Franco le funcionó muy bien a Sánchez, y todo apunta a que acaba de inventarse una reedición de aquel juego macabro: la celebración del cincuentenario del dictador difunto. Algunos se rasgan las vestiduras porque el Estado avale la celebración de una muerte. Es una exageración: celebramos –‘conmemoramos’ es una palabra más adecuada- la muerte de cualquier ilustre. Con más motivo deberíamos conmemorar la de Franco. Recordar lo que supuso el franquismo no es un ejercicio de necrofilia, sino un repaso probablemente necesario de nuestra Historia próxima, más útil hoy –cincuenta años después- que cuando Franco expiró en la cama de un hospital madrileño. A mí me parece estupendo recordar. Somos recuerdo –memoria- por encima de cualquier otra cosa, y una existencia que renuncie a la memoria es insípida y sin valor. El problema no es que se celebren cien actos para recordar lo que fue el franquismo, o que se haga con nuestros impuestos, como se hace todo. El problema es que el objetivo de este ejercicio no responda a la recuperación de la memoria, sino del conflicto. Un ejercicio de necrofilia para disparar la polarización, la trinchera, el aliento a la división ciudadana, que define desde hace años todas las estrategias del sanchismo.

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