Lanzarote y el conejero
Por Guillermo Uruñuela
Antes de conocer Canarias, desde Asturias tenía la percepción de que el archipiélago se trataba de un lugar privilegiado para vivir. Sus playas, su clima y las maravillas que esconden cada una de las ocho islas, generaban en este que les escribe, por aquel entonces, una especie de fantasía aventurera que llenaba mi mente juvenil.
Por azares del destino, sin pretenderlo, terminé un buen día aterrizando en una pista lanzaroteña que ya me sorprendió desde el primer instante con un mar cristalino meciendo la nave desde el costado derecho para tomar la tierra del fuego.
Mi adaptación diría que fue algo más compleja de lo que hubiese llegado a imaginar. Nunca he tenido complejos ni problemas a la hora de incrustarme en casi cualquier ambiente pero de primeras no fue tan sencilla la cosa.
No conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Siempre he defendido que el lanzaroteño, de primeras, es algo receloso de su intimidad y no es fácil entrar en su círculo más cercano. Eso sí; una vez que lo consigues te conviertes en parte de la familia. Te adoptan, te arropan y te dan lo mucho o poco que tengan.
En estos diez años que llevo aproximadamente en Lanzarote he ido empapándome tanto de la cultura local, de su estilo vida, de sus costumbres y de su gente que ya me resulta complejo poder concebir mi día a día de otra forma. Ya incluso, un asturiano como yo tolera mal la oscuridad, el frío o la lluvia con la que me crié y que en ningún caso me molestaba en la infancia. Hoy tres días nublados seguidos ejercen en mi un efecto devastador.
De hecho, me siento tan conejero que sufro una especie de ofensa relativa cuando recibo visitas de amigos o conocidos en la isla y me comentan que sí, que es bonita pero que no podrían vivir aquí. Yo siempre les rebato. ¿Cómo que no te gustaría vivir en Lanzarote? ¿Lo dices en serio?
No se me ocurre una sola cosa que no puedas hacer en la isla y sí en Gijón, por ejemplo. Allá ellos, continúo pensando para mis adentros. En el fondo mejor. Si todos vinieran aquí, Lanzarote no sería lo que es hoy en día.
Y como está de más resaltar sus playas y el tiempo maravilloso que nos acompaña todo el año. Como sería absurdo hablar de la elegancia de su arquitectura y la majestuosidad de sus parajes voy a destacar algo que nunca sale en las guías de viaje y que no es otra que su gente. Como relataba anteriormente, el lanzaroteño cuando te acoge ya no te deja atrás.
Tiene una forma especial de afrontar el mundo desde la despreocupación. Conozco muchos lanzaroteños con vidas poco estables, complejas y duras, pero pese a todo ello no renuncian a vivir y a disfrutar en la medida de sus posibilidades. Por eso me siento afortunado de haber encontrado una tierra enigmática y arrebatadora para asentarme, pero más feliz aún me encuentro de que me hayan acogido y enseñado a vivir de la forma que yo siempre he querido, aunque antes, cubierto por el manto de nubes asturiano, no podía verlo.