La pesadilla
Guillermo Uruñuela
Arturo se levantó una mañana como otra cualquiera. Sonó el despertador y con algo de pereza decidió despegarse de las sábanas. Mientras se aseaba, de fondo, en una pequeña radio escuchaba las noticias del día. En las ondas hablaban de la subida del IPC y de cómo cada ciudadano era, en cierta medida, un poco más pobre.
Salió algo inquieto de casa, no contaba con mucho tiempo así que se subió velozmente al coche y arrancó. Al poco, le saltó la reserva del vehículo y tuvo que repostar en la primera estación que encontró en su camino y al pagar, se dio cuenta de que con 10 euros la aguja del salpicadero apenas se había desplazado de su sitio. Comprobó en la pantalla del surtidor el precio del carburante y ahí comprendió qué significaba aquello que había escuchado poco antes en el transistor porque su sueldo llevaba una década congelado.
Aparcó cerca de su trabajo y fue a tomar un café. Ya no lo hacía a diario. Consideró que costaba demasiado así que intercalaba mañanas impulsadas por la cafeína con otras más sosegadas.
Llegó al trabajo y sus jefes le pidieron un esfuerzo por la empresa. Esa jornada tendría que quedarse un par de horas más y dada la situación laboral, por miedo a quedarse sin un mínimo, aceptó sin cobrar nada a cambio. La cosa no estaba para ponerse gallito y pelear por sus derechos.
De regreso a casa volvió a conectar un dial al azar en el coche. El que hablaba en esos momentos era un nutricionista que relataba lo perjudicial que era comer pan y beber leche. Según un estudio de la Universidad de Gilipollania también eran malos los huevos, la pasta, el dulce, la cerveza y el vino. La carne y el pescado tampoco eran recomendables y además, en este último caso, estaba uno al ingerirlos cometiendo homicidios involuntarios, aniquilando parte del mundo sostenible en el que vivimos.
Un día le vieron leer sentado en un parque cercano a su casa y a partir de ese momento se convirtió en un tipo raro. Teniendo YouTube para qué tomaría un libro ese tipo; algo extraño guarda en su interior, comentaban sus vecinos a sus espaldas.
Llegó a casa y el reloj que le había regalado su hijo comenzó a vibrar. Aún le quedaban 4.569 pasos por dar antes de acostarse. Claro, con ese pitido a ver quién se atreve a sentarse en el sofá así que se puso unas zapatillas rosáceas. Su hija se las regaló. No le gustaban y se lo hizo saber, pero no pudo cambiarlas. Ella sintió que su padre se comportaba como un machote arcaico y él tampoco quería decepcionarla; simplemente no le gustaban, pero se las quedó.
Tras una paliza en el parque caminando entre perros con abrigos y padres trepando a los árboles para divertir a sus niños mientras estos miraban culos y tetas en internet, Arturo volvió a casa y encendió la televisión. Parece que ha llegado un virus letal que está obligando a la población mundial a encerrarse en casa.
¡Ring! ¡Ring!
Sonó el despertador. Arturo, sudoroso, saltó de un brinco y se limpió las gotas de la frente. Menos mal, todo había sido sólo un sueño; una pesadilla demasiado espantosa como para ser real.