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La mujer de los ojos tristes

 

Mar Arias Couce

 

Sonreía, pero tenía los ojos más tristes que nunca he visto. Allí, sentada en el patio, aprovechando los rayos de sol de las primeras horas de la mañana, cuando aún no es sofocante, pero calienta los huesos, se pasaba horas. Le encantaba escuchar el escándalo de los niños jugando, el griterío. En esos momentos, sus ojos, ya ajados por el paso de los años, brillaban de manera especial como si estuviera recordando algo… a alguien. Lo cierto es que siempre estaba sola. Nunca recibía visitas, sus hijos vivían lejos, y su marido había muerto muchos años atrás. Tantos, que su frágil memoria apenas lograba retener recuerdos suyos.

 

Cuando la conocí apenas hablaba de ellos. Sus historias retrocedían hasta su propia niñez, cuando era ella la que jugaba con otros niños, y con sus primos y primas al teje, a la rayuela, a la pelota, a las cosas a las que se jugaba entonces. Historias de la Lanzarote antigua, esa que aún no había visto venir a los primeros turistas y soñaba sobre todo con tener agua, tal y como tenían las islas con las que la lluvia era más generosa. El agua, eso lo sabía todo el mundo, era fuente de riqueza.

 

No sabía de libros, pero sí de costura. De eso sabía muchísimo, se decía que había sido una de las mejores modistas de la isla y que, si hubiera nacido en otro tiempo y hubiera podido estudiar, se podría haber convertido en toda una diseñadora de prestigio. Me contaba, cuando me sentaba con ella a hablar de sus cosas, como siendo aún niña inventaba diseños con un lápiz, un papel y muchísima imaginación. Algunos no pasaban de ser disfraces porque nadie en aquella época se iba a atrever a ponerse aquellos vestidos, a no ser que fuera para fingir ser otras personas, para jugar. No usaba grandes telas porque no había dinero, pero cualquier sábana desechada por los muchos costurones, le valía para convertirlo en arte.

 

Para ella Lanzarote eran los ventorrillos de San Ginés, las jareas, las lapas, el queso, el vino de Malvasía en las grandes ocasiones, el vestido nuevo de los domingos, cuando todas las mujeres se ponían guapas para ir a misa. El folclore de las islas. Lanzarote era el mar, ese mar inalterable y siempre presente, el viento y el sol. Eso sí lo reconocía, lo demás, lo demás, no.

 

A veces decía que la isla se había convertido en una especie de Nueva York, con mucha gente y muchas tiendas, y muchas cosas… A ella que tan poco había tenido, le parecía excesivo. Y mucho ruido. Demasiado ruido. Y no le gustaba el ruido, tan solo si eran los niños con sus risas naturales los que lo provocaban.

 

Cuando me iba la dejaba en su cuarto, ya recogida, y me sonreía, como agradeciendo el rato que habíamos pasado juntas, casi contenta, tal vez porque estaba soñando con la isla que ya solo vivía en sus recuerdos. Ahora que ya no está, soy yo la que la recuerdo a ella, a sus historias, y a los ojos más tristes del mundo.

 

 

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