La memoria del volcán
Francisco Pomares
Han pasado 365 días desde que diera comienzo la mayor crisis volcánica vivida en La Palma en los últimos siglos. Lo del Teneguía fue un asunto de menor enjundia, y el volcán de San Juan, que ya sólo recuerdan los muy mayores (aunque obligó a la evacuación de setecientas personas y las coladas afectaron gravemente a la zona de Las Manchas), no provocó ni de lejos los destrozos ocasionados por este ruin Tajogaite. Antes de eso, hay que remontarse hasta 1677 cuando, tras días de temblores, se abrieron en el pago de Los Canarios en Fuencaliente, hasta 18 bocas eruptivas, cuyas lavas cubrieron seis millones y medio de metros cuadrados que darían forma a lo que hoy es la isla baja, y que volverían a ser cubiertas en 1971 con la erupción del Teneguía. Las erupciones de Fuencaliente son las más dañinas de las que se tiene memoria: murieron cuatro personas y se dañaron tierras de cultivo, se perdieron viviendas, la iglesia de San Antonio abad perdió su espadaña y sus campanas, y desapareció sepultada la Fuente Santa, el manantial de aguas termales curativas al que viajaban para buscar mejoría de sus padecimientos visitantes de toda Europa. A esa erupción del XVII se la conoce aún como la del volcán de San Antonio, situado también en Fuencaliente, pero lo cierto es que el volcán del mismo nombre es muchísimo más antiguo.
Desde el siglo XVII, La Palma no había vivido nada tan terrible como lo que ha ocurrido ahora: la gestión de emergencias salvó vidas que en un tiempo distinto no se habrían salvado, y aunque la voluntad de recuperar pronto lo perdido se llevó por delante a un vecino que quería limpiar de ceniza el tejado de su vivienda, el saldo de víctimas pudo haber sido realmente terrible y no lo fue. La memoria colectiva, ofendida por la inopia de la respuesta del poder, quizá olvide que la reacción inmediata a la brutalidad del volcán fue la correcta, pero así ocurrió: hubo esfuerzo, voluntad, generosidad y eficacia. Y después una solidaridad extraordinaria. La memoria puede construir pasados hipotéticos y desdibujar realidades que –aunque se instalen en el pensamiento colectivo-, no responden a la respuesta de una ciudadanía que estuvo a la altura. La memoria del volcán debería recordar eso siempre: recordar una isla que supo reaccionar a la emergencia, y una región y un país absolutamente volcados en la solidaridad.
El desastre vino después, cuando la política entró en juego, y La Palma se convirtió en un espectacular plató de televisión al que nuestros líderes vinieron a lucirse prometiendo lo que no iban a cumplir: si alguien llega en algún momento a sumar los millones prometidos o anunciados en distintos viajes desde Madrid, superarían con creces los mil doscientos. Ni siquiera es mucho, la reconstrucción de La Palma requerirá cerca de cinco mil millones. Pero el Gobierno de España ha celebrado el aniversario presentando las cuentas de las ayudas dispuestas y –según dicen ellos- ya efectivamente repartidas: se conjuga alegremente la cifra de 565 millones de euros, una cifra que no se corresponde con los centenares de palmeros que siguen hospedados en hoteles, con las seiscientas familias que aún no han cobrado ni un euro por sus enseres perdidos, las indemnizaciones prometidas por vivienda, esos míseros 30.000 euros que dice Román Rodríguez que están ya, pero no ha visto aún nadie, o lo agricultores y empresarios que no han podido volver al trabajo y sólo han recibido palabras y promesas.
Al Gobierno les gustan las grandes cifras, y aunque la cifra de ayudas repartidas sea la mitad de las prometidas, es una suma enorme, que habría resuelto muchísimos problemas si fuera cierta. Porque no lo es. No se trata de ayudas: en la lista del reparto se incorporan los fondos que el consorcio ha entregado ya a los palmeros que tenían sus viviendas o propiedades aseguradas (una tercera parte del total, y un dinero que no es una ayuda, sino un derecho). Se suma lo consignados y ya licitado para la construcción de carreteras, para la recuperación de infraestructuras eléctricas, hidráulicas y portuarias. Se suman los recursos que se obliga a poner a los ayuntamientos y el Cabildo para que el Gobierno abone su mitad en los planes. Y en el mayor de los cinismos, se suma con descaro el dinero de la solidaridad, recaudado por centenares de asociaciones, colectivos e instancias, y que el Gobierno contabiliza y reparte como suyo.
La memoria de este volcán del siglo XXI se está escribiendo en estos días. Si un año después las promesas no se han cumplido y las cuentas se trucan en un ejercicio de prestidigitación, probablemente dentro de otro año seguirán sin cumplirse y la memoria pasará factura.