La huida hacia mí
Usoa Ibarra
No huir. ¿Qué difícil? Cuantos de nosotros hemos querido taparnos con la manta, escondernos bajo la cama, no responder a la obligación del despertador, o a la imposición del jefe, o a la dictadura de las tareas domésticas infinitas. Escaparnos de nosotros mismo es algo que también nos apetece hacer, porque la proyección de nuestro pensamiento es tan agobiante, que muchos esperan el sueño como una única manera de acallar esa angustia.
La pregunta inevitable cuando uno desea por encima de todo huir (lo que significa no dar explicaciones por ello) es saber qué conseguirá con ello, porque marcharse de un lugar no se traduce en olvido inmediato. Es decir, no dejamos los problemas, sentimientos, o actitudes atrás, simplemente porque nos pongamos en movimiento. De hecho, caminar nos da una perspectiva, una calma, un tiempo de reflexión y hasta una cordura momentánea, pero no nos quita de encima los pesares que nos anquilosan.
Para lograr esto, es decir, no huir, sino lograr estar en paz, únicamente existe un camino posible que conlleva un proceso de introspección, tan duro en ocasiones, como el proceso de desgaste en el que uno está.
Sin embargo, invertir la dirección de la elipse, haciendo que se dirija de fuera hacia dentro, es lo que posibilita una luz al final del túnel, o un encuentro con respuestas que habríamos dejardo escapar si no existiera ese momento de mirarse por dentro.
Reconciliarse con uno mismo es una tarea ardua, que conlleva destruir años de supuesta conciliación con un modo de hacer o de pensar (generalmente impuesto externamente). Sin embargo, no deja de ser necesaria esa reestructuración, ese des-aprender que impone coherencia entre lo que uno hace, piensa y siente.
Existen mil fórmulas para lograr ese acercamiento a nuestro yo silenciado, sepultado, oculto o misterioso, pero la mejor manera de deshacer sus capas y descubrirlo es la meditación.
El error sobre esta técnica no es creer que consiste en estar en silencio con las piernas cruzadas esperando una señal del más allá, sino creer que solo unos pocos la pueden practicar.
Como ejemplo, meditar es enjabonarse la cabeza lentamente, mientras uno percibe que tiene un cráneo asimétrico. Meditar es estar contemplando el camino que hacen unas hormigas cuando las descubrimos en la cocina, o cuando colgamos la ropa y notamos la dirección del viento y decidimos colocar los calcetines más cerna de la primera cuerda, porque es donde se secarán más rápido.
Meditar es simplemente prestar atención consciente a lo que hacemos. Es un rango superior de experimentación que nos lleva al detalle.
A estas alturas del relato uno puede preguntarse cómo le puede ayudar la meditación. Pues bien, uno resuelve lo pragmático como bien pueda o le dejan, porque la rueda gira a gran velocidad y hay que dar respuestas inmediatas a problemas constantes, pero precisamente para indagar en las consecuencias de esas decisiones, determinar si han sido correctas, si nos han afectado positiva o negativamente, hace falta la meditación (o reflexión).
Vivir a toro pasado ya no es justificación, porque existe una manera de aprender desde nuestras propias acciones y actitudes. Se llama revisión interna. Solo cuando nos damos cuenta de algo actuamos en consecuencia.
Es una herramienta de autoevaluación que nos permite integrar lo bueno y lo malo a través de la aceptación. El veneno que todos tenemos o nos generamos puede tener dos caminos: destruirnos o construirnos. En general, todo lo positivo nace de un lugar oscuro. Lo importante es transitar esas carencias, esas limitaciones, con humildad y cariño hacia nosotros mismos, para poder cultivar algo hermoso. Los fracasos nos ayudan siempre, pero huir de ellos es no asumirlos, y por lo tanto, no aprender de ellos.