La cruzada contra los jueces
por Francisco Pomares
Tras perder las generales de julio de 2013, Pedro Sánchez acabó montando una nueva versión de Gobierno imposible. Lo hizo aceptando el apoyo contra natura de los partidos que defienden la desmembración territorial del país, y aceptando todas y cada una de las exigencias de Puigdemont, de la Amnistía al reconocimiento del lawfare. Desde entonces, la retórica gubernamental contra los jueces ha ido creciendo, primero de forma limitada, y después a galope, tras la decisión del hombre enamorado de retirarse cinco días a reflexionar sobre su continuidad como presidente, provocada por la denuncia ante los tribunales de Begoña Gómez.
La confrontación tiene ya tintes de cruzada política y se agrava a cada día que pasa. Ya no son sólo los portavoces de Junts, o los más radicalizados del PSOE, podemizados en defensa de Sánchez. Ya son los ministros los que entonan desde el poder ejecutivo la crítica de jueces con nombres y apellidos, que incorpora denuncias de prevaricación. Este desparpajo, nunca antes visto en las filas de ningún Gobierno, no solo pone en jaque el equilibrio de poderes, sino que amenaza con fracturar aún más a una sociedad ya ideológicamente polarizada.
El Gobierno intenta instalar la narrativa de que los jueces no son árbitros imparciales, sino actores con intereses políticos, que actúan coordinadamente. Esa actitud, y el momento en que se produce, plantea preguntas incómodas sobre la intención que hay detrás. La cruzada no funciona como una suma de episodios aislados, más bien parece ser una pieza clave en la estrategia sanchista de concentración de poder.
La deslegitimación sistemática del poder judicial no es nueva en política. En América del Sur, son varios los gobiernos que llevan años empleando esta táctica para socavar la democracia. El discurso oficial señala a los jueces como “élite desalineada del pueblo” o como “guardianes de intereses oligárquicos”. En España lo que se intenta es vender el relato de que los jueces –mayoritariamente conservadores- “trabajan para ganar en los tribunales lo que la derecha no pudo ganar en las urnas”. Esa afirmación encierra dos falsedades, la primera evidente: la derecha no perdió las elecciones, las perdió una izquierda dispuesta a renunciar a sus principios para gobernar con fuerzas independentistas que aspiran a romper el Estado. Y la otra: los jueces no son de derechas, la mayoría se reconocen en un ejercicio profesional, imparcial e independiente de su oficio. Son moderadas o conservadoras las asociaciones que los representan mayoritariamente, en las que se encuadran sólo la mitad de los jueces.
En realidad, lo que esta ocurriendo es que el Gobierno busca neutralizar o deslegitimar decisiones judiciales adversas, para evitar investigaciones que rozan al poder –las que afectan a Sánchez y a la corrupción del PSOE- para así garantizar la viabilidad de un uso partidario de la fiscalía, de reformas de cuestionable constitucionalidad, o la colonización de la Justicia, siguiendo el modelo que ha permitido al Gobierno hacerse con el control de instituciones como el Constitucional, el Banco de España, o Televisión Española.
La cruzada contra los jueces se vuelve entonces funcional. El discurso sobre la “judicialización de la política” –una realidad iniciada por los partidos- parece más un recurso para justificar la intervención que una denuncia genuina. Pero lo más preocupante de la ofensiva no son los ataques en si, sino la implicación estructural: la debilidad del poder judicial como contrapeso del poder político, erosiona la democracia misma. Si el Gobierno posiciona a los jueces como enemigos del pueblo –y ese es el camino emprendido-, el siguiente paso será intervenir directamente el funcionamiento de la Justicia mediante cambios legislativos, creación de nuevos tribunales o sustitución de magistrados incómodos. La independencia judicial no es un lujo burgués, es el pilar indispensable de cualquier sistema que pretenda evitar el autoritarismo.
El error del Gobierno es no valorar las consecuencias a largo plazo de su estrategia. Para desacreditar a los jueces, Sánchez mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Y eso no tiene marcha atrás: ni para este concreto Gobierno ni para sus eventuales sucesores, que lo tendrán también más fácil para gobernar de firma autoritaria sobre los escombros de una Justicia desacreditada. En ese contexto de prueba de estrés para la democracia, el silencio de sectores sociales, periodistas, sindicatos, empresarios y académicos que -por interés o simpatía ideológica- eligen ignorar los riesgos de esta operación, es un suicidio. Defender la independencia judicial no significa alinearse con sus fallos ni negar sus errores; es más bien comprender que sin una Justicia sólida e independiente, todos quedamos desprotegidos frente a los abusos de quien manda.