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Jacobinos

Francisco Pomares

 

Nos quejamos con frecuencia en las islas de que no se nos entiende fuera. Y es verdad: cada vez que cambia el Gobierno de la nación, el ministro de Hacienda o el de Administración Territorial, Canarias tiene que explicar todo de nuevo, desde las nociones básicas del REF al Estatuto, pero también nociones elementales de geografía, historia y hasta climatología. Aquí creemos firmemente que eso sólo nos ocurre a nosotros, y que tiene que ver con una pulsión específicamente goda: como si desde Covadonga a Cádiz todo el mundo estuviera pendiente de que atamos los perros con longaniza y vivimos rodeados de gracias, subvenciones y canonjías con las que nos obsequia la munificencia de nuestros muy solidarios gobiernos centrales.

 

No es exactamente así: Canarias aguanta un plus de ignorancia de lo nuestro por la gente que gobierna en la capital, pero no tan distinto del que soportan en Cuenca, Albacete o Cáceres. Si ese desconocimiento se agrava aquí es por la percepción errónea que –en los fríos y secos territorios mesetarios- se tiene de lo que es la España tropical: un lugar paradisíaco, siempre bañado por el sol, donde nos la pasamos de baile y juerga y la gente no tiene problemas. De esa simplona interpretación es en parte responsable la reiteración machacona de nuestros atractivos turísticos. Las únicas campañas sobre Canarias que Canarias realiza en península desde que se inventó la propaganda, son para atraer turismo: presentan una realidad edulcorada y en puridad falsa de las islas, la que conviene vender para que venga la gente y se gaste los cuartos aquí. No la que nos puede explicar.

 

Para explicar la Canarias real, la de la desigualdad social, la pobreza, el paro mayúsculo, el fracaso escolar, los bajos salarios… solo nos quedan las palabras de los políticos que acuden a Madrid, y la gente prefiere quedarse con las imágenes estupendas antes que con los diagnósticos pedigüeños. Para la mayor parte de nuestros compatriotas, la idea de Canarias es un artificio que no se corresponde en absoluto con nuestra realidad.

 

A eso se añade un padecimiento común a toda la periferia española, que es el del centripetismo casi automático de quienes asumen el mando del país. Los gobernantes españoles, procedan o no de la periferia, asumen sin complejos una interpretación centralista del Estado en cuanto pisan moqueta ministerial. Les ocurre a todos (quizá con la excepción matizada de catalanes y vascos, para los que el centralismo es anatema desde la crianza, y disimulan todo lo que pueden, al menos para su público). En la historia de nuestro país, no creo que haya sobrevivido nunca en el Gobierno de España alguien que crea que el título octavo de la Constitución del 78 fue un acierto.

 

Es verdad que pueden llenarse la boca con el federalismo asimétrico, el estado plurinacional o cualquier otro inextricable o evanescente recurso del lenguaje para justificar los apoyos necesarios para mantenerse en el poder. Pero ser ministro –mucho más ser presidente- conduce inexorablemente a creer que los únicos que se merecen la autonomía son vascos y catalanes.

 

El debate frenado en seco en torno a la última boutade de nuestro ministro de versos sueltos, José Luis Escrivá, sobre la recentralización fiscal del país, es un espejismo: la propuesta del ministro puede ser airadamente rechazada a coro por el club centralista que se sienta en Moncloa en torno a la mesa del Consejo. Pero es todo pura boquilla. Si existiera alguna forma de retroceder al 77 y meter la marcha atrás para acabar con las autonomías, no habría Gobierno español que no lo intentara. Y lo peor es que, además, contarían con el aplauso de millones de españoles de todas las tendencias e ideologías.

 

Con las autonomías, nacionalidades y (ejem) naciones de España, pasa como con la realidad de Canarias: quienes creemos en gobiernos descentralizados, cercanos al ciudadano y sus necesidades, hemos explicado realmente mal de qué va esto. Hemos dejado que lo que se ve de la Autonomía sean los coches oficiales, las policías inútiles, la diarrea legislativa, el desorden en los currículos, la desigualdad sanitaria y fiscal, el despilfarro y los sueldos (casi) vitalicios de nuestros presidentes. Y así no hay manera de plantar cara a los jacobinos.     

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