Gripe de verano
Francisco Pomares
Aunque sea personal, se los voy a contar: va de una bronquitis de muerte, arrastrada hasta lo más profundo de mis pulmones por estos días de calor absurdo y refrigeraciones clandestinas y delincuentes. He estado de viaje, y en vez de traerme un souvenir de la sagrada familia o un pin de la puerta de Brandemburgo, vengo con un monumental catarro de pecho, un cargamento de flema y un recurrente dolor de cabeza. Como es preceptivo, hace unos días me hice la prueba Covid, por si las moscas, y fue que no. Me alegré bastante de que este virus que me tenía apiltrafado pero sin encamar, aunque con ganas, sea de una familia distinta al que ha convertido Canarias en la región con mayor porcentaje de personas hospitalizadas de España. Ya pasé el bicho en navidades, y creo recordar que fue más cordial y benigno que este rebenque de ahora, aunque pudiera ser que no sea así y que lo que suceda es que ya no me acuerde Suelo olvidar los malos tragos, sobre todo cuando no son responsabilidad de otros. Espero olvidarme también pronto de esta gripe. Percibí su entrada en escena un mañana de viernes en Barcelona, con un estornudo fortuito y casi cortés. A las seis de la tarde de ese mismo día, identificado el agravio, andaba yo rehuyendo farmacias para no asumir el daño y evitar comprar pastillas para la garganta, vitamina C efervescente y espidifén, la intendencia del enfermo. Esa noche, tirado en una pensión indecente del barrio gótico, asfixiado por el calor y con dos ventiladores batiendo el aire caliente, añoré un vaso de leche con media copa de brandy y las aspirinas de rigor. Ese sí es un remedio infalible: entre la febrícula, el alcohol y la sangre bombeando a ritmo de Bayer al cerebro, la melopea está asegurada. Santa cogorza gripal, bendita seas.
Pero resulta que soy leal enemigo de las medicinas, que tomo sólo por prescripción y aun así con renuencia. No acudí a la farmacia hasta ayer, después de un par de noches de tiritona salvaje. Pedí a la boticaria, con voz carrasposa y tomada, un jarabe para disolver los mocos que campan por mis bronquios, y pastillas para la garganta. Después de dos semanas con tos de cura fumador, no fue un tratamiento de choque: me espera la maldición bíblica de otra larga semana de escalofríos y temblores, sudando como un condenado a muerte por las noches y con un par de libros gordos en la mesilla, para esos escasos momentos de plácida lucidez que uno espera robarle a traición al virus, pero que al final no llegan.
Yo clasifico las gripes (acientíficamente) por su duración en jornadas: la de un día, que es como benévola, ni siquiera te tira en la cama. La de dos, que empieza a ser jodelona, suele saldarse con nula dignidad a base de lloriqueo de ojos y moquera nasal. La de tres es la quintaesencia de la cafrada fina: al final te tumba la fiebre de 38, acompañada de alarma laboral: con la gente de vacaciones, los colegas son conscientes de que la ausencia de otro significa trabajo. Pensar que ellos van a currar aunque sea algo, es la única compensación íntima de pasar la gripe. Porque los jefes no la pasan nunca: son héroes de la asepsia, con el sistema inmunológico a prueba de bacilos, estreptococos y babas varias. La peor, en fin, es la gripe de una semana o más días, la que te coloca a las puertas de la inopia. Esta mía de ahora lleva camino de alargarse sin remedio y bien puñetera (catalana tenía que ser), aunque en estos tiempos de Covid, presumir de gripe de verano parece propio de gente enajenada y poco empática.
Ayer seguí resistiéndome al encame, instalado en la oficina, con el aire apagado para satisfacción de Pedro Sánchez, y pendiente de que algún suceso apetitoso me inspirara unas líneas. Pero no: pocas novedades, aparte los últimos eructos legislativos a cuenta de la crisis energética, y otras necedades de rigor. Decido no darme por enterado ni de esa, ni de ninguna otra cuestión. Cuando termine de escribir, me vuelvo a casa y voy a acostarme a sudar esta gripe de un tirón y a soñar con un mundo sin gripes ni políticos con regüeldo. Recuperaré el cansancio atrasado por dos semanas de no hacer nada. Me levantaré hoy al mediodía y me haré una muy controlada y digestiva tortilla francesa de un huevo con perejil: la pitanza ‘ad hoc’ para estos casos de moribundez a plazos. Les juraría que el año que viene me vacuno, pero es que ya me vacuné éste. Porca miseria.