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El horror

Por Francisco Pomares

 

 

Intentas imaginar que puede pasar por la cabeza de un niño de 13 años que mata a uno de sus profesores y hiere a otros dos, además de a dos alumnos, básicamente sin motivo alguno. Intentas comprender que quería este chiquillo aún no adolescente cuando se presentó en su colegio con una ballesta casera, un machete y materiales para fabricar un cóctel molotov, siguiendo probablemente una receta leída en internet y vestido como un vengador de la tele. Intentas mantener tus convicciones sobre la necesidad de preservar la edad penal de los chicos, sobre la responsabilidad última de los padres en su educación y en sus actos. Intentas justificar el circo informativo montado en torno a lo ocurrido, las horas dedicadas al asunto en telediarios instalados en la morbosidad, en tertulias cacofónicas en las que se habla con la misma convicción y autoridad de la operación de pecho de una folclórica que de la tragedia del instituto Joan Fuster de La Sagrera. Intentas, en fin, refugiarte en tus viejos y gastados valores, en una interpretación racional y razonable de los hechos, sus causas y sus consecuencias.

 

Y lo único que sientes es el vacío de un horror seco, instalado en la boca del estómago, pugnando consigo mismo por agotarse y desaparecer. El horror que sientes ante un crimen tan inútil como casi todos, pero más perverso que casi todos, porque sus protagonistas representan el baile cotidiano entre la formación y el futuro, y porque nada, nada, nada de lo que ahora digan los médicos, los sicólogos, los pedagogos (o los abogados) va a hacer que podamos entender lo que ocurrió en ese pasillo de instituto, que fuerzas movieron el destino de ese niño y volatilizaron cualquier código moral o de conducta, cualquier enseñanza recibida por sus padres y sus maestros, hasta convertirle en una caricatura con pecas de un Rambo furioso y criminal.

 

El horror. Un pulso insidioso con la razón, vomitado todos los días desde ocho mil millones de pantallas grandes y pequeñas. Frente a ese horror luminoso, ni hay ni puede haber razones que nuestra razón comprenda. Apenas este ruido infame de los medios y la juerga cómplice de la televisión, rasgándose las vestiduras desde el festival catódico que iluminó el viaje al horror de ese chico.

 

A veces desearía retroceder cincuenta años, en dirección a mi infancia, al preciso día en que mi padre entró en casa con el primer aparato de televisión que ví jamás -un Marconi en blanco y negro- y nos sentamos alrededor con un silencio litúrgico, para ver ‘El Virginiano’, y mi primera muerte en antena, un malo balaseado por un señor vestido de negro. Me gustaría volver allí, a ese tiempo preciso, y que mi padre hubiera traído un cartón de churros en vez de aquel aparador con ventana, y que la televisión no existiera ni llegara a existir, ni para mí ni para nadie, nunca, y que nuestra civilización hubiera permanecido al margen, ajena al horror del mundo y a su democracia cotidiana en HD.

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