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Donald no es un pato

Por José Carlos Mauricio

 

 

En el imaginario infantil americano, el pato Donald es uno de los personajes más queridos y populares, tanto como Mickey Mouse. El pato torpe y regañón del que se burlan sus tres traviesos sobrinos y a los que acompaña el tío Gilito, caricatura típicamente americana de quien solo mira y piensa en dinero. Esta familia de patos es el acompañante habitual de los niños americanos. Lo muñecos duermen en sus camas, viven en el cuarto de los juguetes, aparecen abandonados en los sillones, entre los cojines, o en el rincón más inesperado. Para los americanos, en definitiva, Donald solo hay uno: Donald Duck.


Pero algo cambió: desde hace algunos meses ha surgido un nuevo Donald que los americanos han recibido entre divertidos y asombrados. Y muchos con estupor. Esta vez Donald no es un pato, pero se ha hecho más famoso que el personaje de Disney. Aparece en todas las televisiones y a todas horas, en los programas de mañana, tarde y noche. Sus chistes groseros se han convertido en frecuentes trend topic en las redes. Ha entrado de forma arrolladora en la vida diaria de los americanos que discuten apasionadamente sobre él. Es el personaje más amado y, al mismo tiempo, más odiado. No hay términos medios porque el personaje no los tiene. Insulta y exalta en cada frase de sus mítines y ha logrado que una gran parte de la América blanca le siga con fervor.

 

Donald Trump

Cuando presentó hace un año su candidatura presidencial por el Partido Republicano, la reacción popular fue inicialmente de sorpresa y burla. Muchos se tomaron a broma a quién consideran un fantoche y del que se hicieron toda clase de chistes sobre su osadía y provocaciones. Era un bocazas y cada burrada que lanzaba era recibida con las mismas risas y aplausos de los niños en un circo. Nadie creyó entonces que Trump, “el de las torres”, the billionaire del sector inmobiliario, el promotor de concursos de belleza como el de Miss Universo y de casinos en Las Vegas, pudiera ser tomado en serio como candidato presidencial.


Pero poco a poco, los programas en que aparecía Donald alcanzaban las máximas audiencias, justamente al mismo ritmo en el billonario iba elevando sus insultos contra los chicanos, los hispanos, los negros, los árabes y toda clase de minorías. Y hasta contra una mayoría: las mujeres. Uno de sus mayores éxito lo alcanzó cuando denunció que los hispanos “traen droga, son violadores y ladrones y alguno, supongo, será buena gente”. Como le rieron la gracia, se envalentonó: “Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a todos los musulmanes con que me cruzara y no perdería votantes”. Y, efectivamente, el número de aplausos que provocó demostró que tenía razón: no perdería votantes, los ganaría.


Hasta el Papa Francisco se sintió obligado a intervenir y dijo: “Trump no es cristiano”. Inmediatamente, Donald le contestó: “El Papa desearía y rezaría porque yo fuera presidente si el Vaticano fuera atacado por el Estado Islámico”. Lo asombroso es que esta interminable cadena de provocaciones no le haya destruido políticamente. Por el contrario, lo sorprendente es que cada vez hay más gente en sus mítines y más televidentes que siguen sus programas. Y lógicamente va ganando las primarias en todos los Estados más importantes, derrotando a todos sus rivales republicanos. Se ha convertido en el claro favorito para la nominación republicana en la Convención de junio.


Trump ha logrado despertar la conciencia dormida de “la América profunda”. De los granjeros del Mid-West; los trabajadores blancos no cualificados, que sienten amenazados sus trabajos por los emigrantes; las poderosas iglesias protestantes que practican un sectario y atrasado fundamentalismo religioso. Y, en general, un amplísimo sector de la “América blanca”, que se siente amenazada por el crecimiento imparable de la América multirracial.


Sus partidarios dicen: “Por fin hemos encontrado un líder que dice lo que nosotros sentimos. Habla y dice verdades como puños. Hay que aprovecharlo para derrotar a todos esos políticos de Washington que nos han traicionado”. En sus mítines, Donald Trump les contesta y lo explica: “Me atrevo a hablar sin miedo, con la verdad por delante, porque nadie paga mi campaña electoral. Wall Street paga las campañas de los otros candidatos, la mía no. La pago yo de mi bolsillo. Porque puedo hacerlo: soy rico”.


Y sin duda lo es. Tanto que ha pasado de ser un billonario (los que tienen más de mil millones de dólares), a ser un tycoon. Es decir, un magnate, un superpoderoso de los viejos tiempos, de los que ya casi no existen y que se recuerdan en las novelas de Scott Fitzgerald. Ahora todos le llaman Donald, el magnate. El gran líder que promete defender con uñas y dientes la supremacía blanca y recuperar la América fuerte que domine de verdad el mundo.


Trump es un poder económico en Estados Unidos desde hace décadas. Se hizo famoso con la construcción, en la década de los ochenta, de la Trump Tower en la Quinta Avenida, en su parte más elegante, esquina a la 57. El imponente edificio de más de 200 metros tiene un lobby de seis pisos, revestido de mármol rosa y con una espectacular cascada. Allí aparece, de forma destacada, su nombre grabado en letras de oro: la expresión de su poder. Luego siguió con la Torre Trump de Chicago, proyecto que quiere extender a todas las grandes ciudades americanas. Dominado por su irrefrenable pasión por construir, quiere culminar ahora con su gran obra: The Wall. Una enorme muralla de miles de kilómetros que atraviesa cinco estados desde California a Tejas y sirve para cerrar Estados Unidos a la invasión mejicana.

 

La otra América

Para poder construir ese monstruo, Trump sabe que tiene que ser presidente. Y en eso está. Hillary Clinton, su oponente, la probable candidata a las presidenciales del Partido Demócrata, ha dicho: “Estamos en el tiempo de derribar muros y no de construir murallas. De unir la nación y no enfrentarla”. La respuesta de Trump, tan machista como era de esperar, más vale ni mencionarla.

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