De Ucrania a más Europa
Rustam Minnekáyev es un general ruso, vicecomandante del Distrito Militar Central, y probable candidato a ser pasado por la picota, esta vez no por dejar que le hundieran el barco o por salir por patas del Norte de Ucrania, sino por bocazas. Minnekáyev explicó ayer cual es el plan militar de Putin: de lo que se trata no es sólo de crear una zona de paso entre el Donbás y Crimea, sino de seguir hacia el oeste, para llegar a Moldavia, dejar a Ucrania sin acceso al mar e incorporar a Transinistria –otra de las autodeclaradas repúblicas prorrusas de la zona- a la patria.
Esos son los nuevos objetivos del ejército de Putin, tras el fracaso de la ofensiva relámpago que pretendía deponer al Gobierno de Zelensky y sustituirlo por un gobierno títere y entregado. Ahora, la guerra camina en una dirección muy diferente: no hay que justificar la intervención como fruto de un deseo de desnazificar Ucrania, basta con alegar que toda Europa es ahora el enemigo, y que de lo que se trata es de reconstruir el imperio para evitar que los rusohablantes de los países satelizados por la pérfida y decadente Europa sean maltratados o humillados. Lo que no se explica muy bien es que en esa tarea de salvar a los que hablan ruso, los ejércitos de la patria se hayan empecinado en destruirlo todo a su paso, incluso las casas, carreteras, escuelas, puentes y hospitales de quienes hablan ruso. A lo que parece, dejarse salvar por Putin es bastante más peligroso que dejarse maltratar por los enemigos de Putin.
El objetivo final es conectar la patria con la república no reconocida internacionalmente de Transinistria -una franja al oeste de Moldavia, fronteriza con Ucrania, en la que el Kremlin mantiene su presencia militar con miles de soldados desde que los insurgentes prorrusos se alzaron contra Moldavia en 1992. Transinistria es uno de esos conflictos larvados en el territorio de las antigua URSS desde cuando se produjo la desintegración. Rusia ha alentado la creación de conflictos en Crimea y el Donbás, es Abjasia y Osetia del Sur, en Transinistria, en Georgia y en las repúblicas bálticas, a las que señala con indisimulado matonismo y cada vez con más osadía. La beligerancia del Kremlin ha llegado hasta el extremo de amenazar claramente a Suecia y Finlandia, a la que Rusia ya privó de franjas de su territorio histórico -Karelia, Salla y Petsamo, y de varias islas en el Báltico-, tras invadirla con en lo que se llamó la ‘guerra de invierno’ de 1939. La URSS era entonces aliada de la Alemania de Hitler, y aprovechó el inicio del conflicto para quedarse con territorio finés, alegando la necesidad de proteger Leningrado –el actual San Petersburgo- de un eventual ataque. Tampoco lo que sucedió entonces fue un paseo militar: las pérdidas soviéticas en el enfrentamiento con su vecino fueron enormes y la reputación internacional de la URSS y del Ejército Rojo quedaron por los suelos, aunque lo entregado a los rusos supuso para Finlandia perder más de la décima parte de su territorio nacional y el 30 por ciento de su economía. Pero la incompetencia militar del Ejército soviético, que sufrió gravísimas perdidas en la invasión finlandesa a manos de un contingente de soldados mucho menor, hizo que Hitler decidiera romper con la URSS, iniciando la ‘operación Barbarroja’ y provocando un inesperado giro en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Y es que las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca se puede predecir cómo van a terminar.
Es muy difícil vaticinar el futuro, pero Putin lleva al menos desde 2007 dando claras muestras de querer reconquistar el espacio perdido con la desintegración de la URSS. Desde 2014, con la invasión de Crimea, su voluntad ha sido imparable, mientras Europa seguía aceptando sus rublos y haciendo negocios con él. Lo ocurrido con Ucrania es un nuevo aviso de hasta dónde puede llegar Putin, pero Europa sigue sin responder con contundencia, preocupada por las consecuencias económicas del desabastecimiento. La Unión paga diariamente a Moscú por el gas y el petróleo entre ochocientos y mil millones de dólares, que Putin usa para financiar sus guerras. Mientras, Occidente provee a Ucrania de pequeñas partidas para armarse y seguir peleando. Ahora sabemos por un general lenguaraz, que Rusia quiere seguir hacia el suroeste. Es suicida seguir armando a Putin. La cuestión es cuanto pueden tardar Finlandia o Rumanía para librarse de su total dependencia energética. O cuando tiempo le costará a Alemania, dependiente en más del sesenta por ciento de las importaciones de gas ruso. Probablemente mucho más de lo que pueda resistir Ucrania.