Cómo me siento hoy
Francisco Pomares
Vuelvo a escuchar esa coletilla que solía acompañar los juicios sobre él: “no era un político”, “no encajaba en la política”, “la política no era lo suyo”. Siempre me produjo estupor ese acercamiento precipitado e ignorante a su biografía, esa caricatura con vocación de sentencia que en absoluto le definía. Porque a pesar de esa descripción estúpida, extendida por redacciones y mentideros, entre su partido y sus adversarios, vicePérez era justo lo contrario de alguien que no encajara en política: fue uno de los escasos políticos que ha dado esta región realmente preocupado por lo público, consciente de su ciudadanía, empeñado en mejorar el mundo, servir a la gente, mantener siempre su palabra y la honra de los otros. Por eso detestaba la maledicencia, incluso en su acepción más inofensiva, que es la del chisme. Siempre fue un tipo educado hasta la delicadeza, pero duro al mismo tiempo. Más que pétreo, diamantino en las negociaciones y los acuerdos. Como a muchos de los de antes, le interesaba salvar el programa más que ocupar asientos. Creía firmemente en la democracia y sus reglas, sabía encajar la crítica, aceptaba con respeto la disidencia y podía ser tierno con los compañeros caídos en la brega partidaria.
Cuando decían de él que no servía para esto, sólo en parte tenían razón: no servía para perder el tiempo, para defender lo inútil o espurio, para gastarse la vida en conspiraciones de salón. Todo eso le aburría solemnemente. Le interesaba lo que podía hacerse, no lo que pudiera decirse, y menos aun lo que pudieran decir de él. Sobre esa envidiable seguridad personal, construyó un personaje permeable y sin embargo cauto, abierto a discutir todo, un tipo algo distante, pero no arrogante, siempre dispuesto a la pedagogía, un intelectual consciente de serlo, y decidido a aportar. Amable en el trato, abierto a la experiencia o el afán ajenos, pero también salvaje en su propia coherencia, y en la defensa de todo lo que amaba. Intransigente con el daño gratuito, acostumbrado a pelear sin robarle el alma ni la dignidad a nadie, podría haber pasado por ser un discreto samurái de barrio.
Fue un cabezota capaz de soltar el poder por voluntad propia, y de hacerlo porque estaba harto de que los suyos sufrieran por apremios y lealtades que eran de él. Sólo puso a su familia por delante de las viejas certezas de carretero en las que confiaba, y cuando lo dejó, lo dejó todo y sin reservas. Volvió a su despacho de ocho metros cuadrados en el edificio de Humanidades, a trajinar con sus libros inacabados, sus alumnos y su sentido de la Historia, su pasión por la Historia y sus lecciones. Renacido como una suerte de Hobsbawm de Vegueta, de su casa a la vieja Caja de Reclutas, sede de la Fundación que él puso en marcha desde el Cabildo, con la misma irreductible conciencia con la que –frente a la incomprensión de una sociedad pazguata-, logró que el Gobierno de la crisis preparara miles de desayunos a los niños de la desfortuna. Algún imbécil trotador de los de ahora no le perdona que sostuviera contra viento y marea el acuerdo que permitió el paulinato bis, aquel compromiso entre los más cercanos, que devolvió al PSOE canario al poder regional después de años de vagar por el desierto. Venía de ensayar algo parecido en el Cabildo, donde lidió con el protagonismo de Román sin una mala palabra. Era un hombre sabio y decente, al que preocupaba lo importante: había construido una senda posible para la izquierda posible, y dejó a Patricia instalada en ese camino, que ella recorrió justo en dirección contraria.
Cuando le estalló el cáncer, vino tan rápido y brutal que se preparó para irse, como un hombre mayor y cansado. Lo afrontó con rabia y cabeza, como se enfrentó siempre a la injusticia, la desidia, la ignorancia y la pobreza. Peleó tercamente contra la enfermedad y le ganó algún año de una vida bien morosa y difícil, con la muerte siempre al lado, presente, una vida que yo elegí no compartir, una vida que cambió nuestras reglas sustituyó las citas por guasaps cada día más separados en el tiempo, y las charlas telefónicas con él, por conversaciones con otros sobre su estado de salud. Ahora sé que fui un cobarde.
Hace un par de meses me tropecé con él en un semáforo de Bravo Murillo, frente al Cabildo. Nos alegró el encuentro, pero al verle -tan demacrado- comprendí por qué habíamos dejado de quedar. Hablamos de mis cosas y las suyas, de pie junto al semáforo, mientras los coches arrancaban y volvían a pararse una y otra vez. Fue una conversación intrascendente, y por eso casi hipócrita, de dos que se hicieron amigos ya muy mayores, y se sentían bien cuando pensaban igual. Fui yo el que se alejó el primero de aquella esquina. Al despedirme, deseé abrazarle, pero recordé no haberlo hecho nunca antes, y me bloqueó el pudor. Al cruzar la calle me giré para saludarle con la mano, y ya no estaba. Pensé que no le vería más, y me sentí de nuevo avergonzado y triste. Igual que me siento hoy.