Banderización
Alfonso González Jerez
Cuando pibito mi estupidez era tan profunda que creía –corrompido por gente como Bertrand Russell -- que las banderas estaban a punto de desaparecer. Yo pasada frente al edificio de la Capitanía General – ya no existe la Capitanía General pero el edificio continúa ahí, mudo y amazacotado testigo de sí mismo – y veía desplegada la impertérrita bandera rojigualda con el aguilucho carnívoro y pensaba que vería el día en el que nos veríamos libres de esa pútrida enseña y de todas las demás. Pocos meses después contemplé con asombro que la bandera ondeaba a media asta. Pero no había llegado el promisorio verano de la anarquía, es que había muerto el Franquísimo. Por otra parte no tardé en descubrir que los anarquistas tenían sus propias banderas. En plural. Porque un anarquista no tenía que ser necesariamente un anarcosindicalista. Ni a la inversa. La cosa se empezaba a torcer.
Ahora nos asfixian las banderas. Desde hace años está en marcha un proceso de banderización feroz de la sociedad –palanca de la polarización política-- cada día más imbecilizador, más extenuante, más insorteable. Si hace unos días al PP se le ocurrió desde el ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife poner unas banderitas españolas en las farolas para celebrar el Día de la Hispanidad -- una festividad que no existe por cierto – hoy veo a los compatriotas de Coalición Canaria practicando su ritual sentimental alrededor de la insignia de las siete (perdón, ahora ocho) estrellas verdes. Debo ser un mal español, un mal canario o simplemente un perfecto monstruo huérfano de emociones, porque soy incapaz de tanto estremecimiento identitario. Por otra parte cada 14 de abril la izquierda monosilábica nos apabulla con banderitas de la II República en las manifas nostálgicas y, a lo largo del año, en las que no lo son. Es como agitar por las calles la radiografía de una columna vertebral rota. Si algún día deviene posible una república sin que se hunda el país en lo ingobernable creo que sería mejor intentar una III República y olvidarnos higiénicamente de la última. En uno de sus poemas el gran Blas de Otero contaba que al hacerse viejo “los caramelos son de más vivos colores y las banderas, más desteñidas”. Ahora han recuperado sus colores y arden como antorchas.
Las textiles no son las únicas banderas. Los dirigentes de Podemos está empecinados en que Victoria Rosell sea designada para el Consejo General del Poder Judicial. Núñez Feijóo le rechaza y no carece de buenas razones. Si algo deben intentar PSOE y PP en la renovación del Consejo General del Poder Judicial es proponer magistrados que –al margen de su lícita ideología personal – presente un perfil no carcomido por los intereses partidistas. Rosell ocupa un alto cargo en el Ejecutivo de Pedro Sánchez como delegada contra la Violencia de Género desde enero de 2020. Pasaría directamente del Gobierno al Consejo General del Poder Judicial sin escalas. Pero Podemos no cede e insiste inasequible al desaliento. Rosell es su bandera en esta disputa en la que se pisotea la democracia constitucional y que alumbra la crisis institucional larvada en el Estado español, y no piensa arriarla. Todas las políticas, todos los anhelos, todos los objetivos cuentan actualmente con una bandera. Son una bandera y en la misma se agota todo su contenido. El símbolo es todo el mensaje. La bandera del PSOE es Pedro Sánchez. La bandera del PP (y su magia potagia) es una bajada generalizada de impuestos que nos librará de todo mal para siempre jamás. La bandera del Cabildo de Gran Canaria, pintarrajeada por Antonio Morales, consiste en censurar si le place al excelentísimo señor el Congreso Deporte y Mujer porque una ponente (prestigiosa) hirió alguna sensibilidad progre al borde de la oligrofrenia. Qué enorme cansancio, cuánta guerra para aprender a convivir y para siempre perdida.